Anaîs
Publicado en May 18, 2014
Prev
Next
Image
Su mirada extraviada en el atardecer, su cuerpo apoyado en el marco de la ventana como si le costase mantenerse en pié y su pelo ondulado que se removía por el viento, era la imagen que semejando un cuadro pintado en lo más lejano de su subconsciente una y otra vez se apoderaba de la mente de Samir. Por su carácter rudo e intolerante, le apesadumbraba tener que reconocer que no se trataba simplemente de un distanciamiento físico producto de su trabajo, más bien lo que realmente le atormentaba era verse obligado a aceptar que se habían convertido con el pasar de los años en dos extraños viviendo bajo un mismo techo. A pesar que con esfuerzo reconocía que las cosas no estaban bien con Anaïs, en el fondo anidaba la esperanza que ocurriera como tantas otras veces aquello no fuera más que otro de los berrinches de su joven mujer. Ambos sin plena conciencia habían aceptado la llegada del distanciamiento como quien recibe a un viajero de paso, no pensando que con el correr de los días se instalaría entre ambos como un mudo intruso. Por más esfuerzo y empeño que ponía en hallar algún suceso que justificara la situación actual con su mujer, no lograba recordar un incidente que diera pie a tal desencadenamiento; todo fue sucediendo sin premeditación alguna. A su memoria  asomó tan sólo el atisbo de una tarde en que su humor como tantas otras veces le jugara una mala pasada y con palabras golpeadas apenas llegó le pidiera no le dirigiera la palabra (sus preocupaciones le tenían tenso) y ella después de dejarle servida su cena sobre la mesa obediente se apartó a su cuarto. Nunca tomó real conciencia del instante que aquello comenzó a vestirse de rutina. Tras la cena, el ritual contemplaba el infaltable cigarro apoyado en la puerta sin más luz que la luna que bañaba el campo, para culminar desvistiéndose en las sombras para no despertarla. La oscuridad noctámbula y el desvelo cual centinelas fueron convirtiéndose en su infatigables compañeros, junto a “Black” su fiel amigo cuadrúpedo que lo escoltaba en sus paseos por el campo. Otras el desvelo cual sonámbulo testigo le contemplaba con resignación sentado en la falda de su cama mientras él percibía la respiración suave y lejana de su mujer que emanaba de ese cuerpo que ahora no se atrevía a tocar.
Con el pasar de los días el desconsuelo se iba retorciendo dentro de él a tal punto de sentirse como un animal herido tendido en la jungla de sus emociones, por lo que decidió volver más temprano del trabajo para abordar a su mujer e intentar sacarse esa espina que tanto sufrimiento le causaba. Fue entonces cuando despertó de una fuerte bofetada al encontrarla en su habitación con la mirada extraviada en el atardecer, su cuerpo apoyado en el marco de la ventana como si le costase mantenerse en pié y su pelo ondulado que se removía por el viento. La escena de su mujer en toda su esplendor era tan gélido que terminó por atravesarle el pecho dejándolo sin palabras, un nudo amargo se traspuso en su garganta, sus pies quedaron anclados al piso, fue incapaz de moverse, el abismo que los separaba le resultó tan magnánimo que abruptamente le abrió la llaga de su pecho y el llanto brotó como un cántaro de agua al caer al piso. Desde esa tarde, la amargura lo fue apoderando, el retrato virtual de su esposa en la ventana se convirtió en el espejismo que le acompañaba en todo momento. A pesar de  no ser un hombre inclinado a la bebida, buscó refugio en el alcohol y los amigos; varias veces terminó durmiendo bajo un árbol a la orilla del camino producto de la borrachera, sin que en casa siquiera se percataran de su ausencia. En una ocasión, al caer de su caballo sufrió un corte en la cabeza y fue llevado en andas por trabajadores que le dejaron abandonado en el sillón del living, ante la mirada distante de su mujer que se limitó a contemplar la escena e indicar a los hombres el lugar donde fuera finalmente acomodado. Con la paciencia de una enfermera se limitó a limpiar las heridas y cobijarle con una manta para el frio. Samir, disfrutó de estas nimias atenciones y lamentó que al terminar de curarle, le dejara a solas.
Cual enjuto anciano el tiempo, asomado al umbral de la puerta le contemplaba con su mirar taciturno y añejo recordándole el paso de los años y el desaliento que se había impregnado a su cuerpo cual esencia pestilente que terminó por carcomerle las ganas de vivir. Definitivamente, el silencio de Anaïs  le provocó un abatimiento que jamás alcanzó siquiera imaginar.
La figura de Anaïs rara vez se asomaba por la habitación y de no ser por el plato tapado dispuesto en la mesa de centro hubiese pensado que lo había abandonado definitivamente. El sol del mediodía pareció alejarse a paso raudo por el jardín llevándose con él a Black que melancólico fue a tenderse bajo la sombra de los árboles. No era el dolor de las heridas que lo mantenía recostado inerte en el sillón, ni el cansancio de las labores del campo, sino la pérdida irreversible de su mujer. Las imágenes de su rostro bello y sonriente se difumaban con prisa dando paso a la escena en la habitación, una y otra vez como una postal intrigante se quedaba prendida en su mente resonándole con un eco perverso el que ya no le pertenecía. No fueron necesarias las palabras para tal determinación, fue simplemente el silencio que como un amante impulsivo una noche cualquiera la tomó de la mano para llevársela a caminar por senderos donde él fue incapaz de llegar. No sentía celos, sabía que no era esa la razón. Anaïs no necesitaba de otro hombre, no era ese tipo de mujer. Poco a poco fue entendiendo que la falta de hijos que no llegaron y su falta de atención fueron apagando a su joven mujer. Como lágrimas derramadas fueron fluyendo una a una las imágenes de su menosprecio, su actuar egoísta de tantas ocasiones, como aquella al recibir la terrible noticia de pérdida en sus primeros y únicos embarazos fueron dando paulatinamente paso al ocaso, recién ahora lo entendía. Como si recibiera un castigo presenciaba su pasado a través de un desfile de diáfanas imágenes que se atravesaban por su memoria, obligándole a ser testigo de un vil hombre que una y otra vez terminó convirtiendo a su amada en la mujer apagada que se limitó cada tarde a esperarle con la cena servida y la casa limpia.
La puerta entreabierta dejaba entrever el suelo árido del campo, de algún modo en su interior reconocía en esa tierra curtida el cuerpo antaño lozano de su mujer que se fue marchitando por falta de cariño, como el sol del campo fatiga el suelo fértil convirtiéndolo en árido, ayudado por la falta de agua y los inviernos poco lluviosos. Hasta la primavera parecía haberlos abandonados. En lo más profundo de su ser, reconocía con pesar después de los primeros años la despreocupó, dejó de apreciar la primavera de su juventud y se dejó llevar por su aletargado otoño, entristeciéndola con su dureza invernal, para finalmente con su frialdad terminar de quemar el verdor de sus ramas juveniles, y así  dar paso a los opacos y secos colores que hoy la vestían.
Se levantó con el pesar adherido en su pecho y con la sensación de su cuerpo destrozado por el escarmiento acumulado, su alma gemía como una intrusa atrapada en sus entrañas que pide a gritos la liberen, y junto a la fatiga por no haber comido le vino un mareo que casi le hizo caer. A la distancia observó a Anaïs caminando en compañía de Black. Sus pasos de manera cómplice bullían como dos amantes que recorren los prados sin más interés en la vida que respirar el mismo aire y que el tiempo sea sólo un accesorio de la existencia. Rememoró las tardes que acostumbraban caminar por las praderas sin más destino que estar juntos y contemplar el atardecer desde lo alto del valle. Entendió que debió recurrir a la compañía de Black ante su ausencia ¿Por qué la abandonó si decía amarla con la misma pasión de los primeros días? Su conciencia mordía con rabia contenida el hecho irreversible de entender que  la vida le había dado la más bella flor para su cuidado y por su indolencia se estaba marchitando frente a sus ojos. Las lágrimas que escurrían por su rostro herían sus mejillas como si se tratase de filosos cuchillos que le desgarraran la piel a su paso. Que amargo se volvía todo de pronto, el brillo del sol se veía empañado por la desolación, las flores parecían desteñidas y el paisaje que lo encantara desde joven más parecía un cuadro envejecido colgado en el muro de la indiferencia que no lograba consolarlo.
Los pasos sin rumbo le llevaron hasta el río que cruzaba parte de sus tierras, el sonido del agua al chocar con las piedras, el colorido transparente de las aguas torrentosas, y esa paz que emanaba del paisaje campestre sirvieron para aliviar por un instante levemente el dolor de su pecho. El agotamiento físico y mental hizo que apoyara su gruesa figura para terminar recostándose en una roca. Cerrando los ojos se dejó llevar por la armonía del agua y acabó sumergiéndose en el fondo tal si fuera un pez. Lánguidamente su ser se fue desvaneciendo en el río, primero sintió desaparecer sus pies atrapados por pequeñas manos de musas marinas que le desprendían sus extremidades del resto del cuerpo como si se tratase de un acto mágico de entrega. Poco a poco las musas le fueron despojando de su cuerpo. Lo último en desintegrarse fue su corazón que dejó derramar un líquido azul que al mezclarse con el agua terminó por disgregarse en mil partes. Las partículas se fueron juntando en el fondo del río, para comenzar a flotar hasta elevarse por los aires como una gran y densa nube. Desde los azules cielos del campo alcanzaba a contemplar la pradera donde paseaba Anaïs. Como un enjambre azulino voló por las alturas sintiéndose libre hasta la inmensidad, el equilibrio de su esencia se llenó de fuego hasta consumirse por completo. Cuando pensó que todo él se diluía en el espacio nuevamente las partículas se replegaron hasta plasmarse y convertirse en una exótica planta de flores azules que fue transportada a un sector de tierra húmeda. No alcanzó a tomar conciencia de haberse convertido en planta. A los pocos instantes sintió que era olfateado por su perro Black. Anaïs quedó totalmente maravillada por su belleza y no pudo contener las ganas de arrancarle y con dulzura le extrajo de la tierra.
Durante el viaje de regreso le sostuvo con ambas manos y estuvo cantándole pese a los ladridos de Black que se movía inquieto y agresivo a su paso. Le colocó suavemente sobre la mesa y buscó entre los trastos viejos uno que se pudiera adaptar a su tamaño. Fue en un viejo fuentón oxidado donde sus raíces quedaron bien acomodadas. Estaba tan contenta acicalando la planta que no dio mayor importancia a la ausencia de Samir (al divisar el sillón vacío) pensó que habría ido a caminar y siguió con sus preparativos. La planta quedó fuera justo en el vértice de la muralla de la cocina a solo pasos de la puerta de entrada. Anaïs sentíase dichosa, la planta pareció provocarle un extraño éxtasis que la impregnó de una energía radiante, se sentía pletórica como no recordara en años. Casi jugando con el agua se lavó la cara secando sus manos en su pelo suelto que bañaba sus hombros semidesnudos. Se detuvo a contemplar su rostro, aún conservaba intactos esos rasgos que le daban cierto realce y hermosura que terminaron por conquistar a Samir. Por la tarde demoró en el baño y en un acto involuntario se sorprendió cepillándose el pelo frente al espejo (la mujer que llevaba tanto tiempo a escondidas en su interior parecía asomársele en cada movimiento de su cuerpo) despertaba de un letargo tedioso y abrumador. Buscó el vestido azul preferido de Samir y salió junto a Black en su busca. La frescura de la tarde removía su hermosa cabellera, y el talle del vestido realzaba sus curvas femeninas. La imagen de Samir fuerte y varonil comenzó a rondar en su memoria. En el fondo sabía que tras ese hombre huraño y de pocas palabras en que se fue convirtiendo con el tiempo, estaba aún el hombre que la amaba con locura.
Era el momento de despertar la pasión dormida -se decía - lo traería de vuelta por ese camino para que ambos volvieran a sonreír. Abrió  los brazos al cielo y comenzó a gritar su nombre, se sentía dichosa y quería gritarlo (a pesar de saber que se hallaba en total soledad) para que todo el mundo se enterara. Sus pasos apresurados pronto la llevaron hasta la ribera del rio donde pensó encontrarlo pero no estaba allí. Tenía plena certeza que Samir no ensilló el caballo  por lo que no debiera andar muy lejos– pensó para sí -. Empezó a bordear el sendero y se internó río arriba hasta que la tarde se fue vistiendo de oscuridad obligándola a volver. Antes de acostarse dejó la cena servida para cuando regresara como de costumbre y se recostó a esperarle en cama. Finalmente el cansancio del día, la venció y se sumió en un profundo sueño. Veía a Samir regresar en un caballo blanco, veinte años más joven con esa sonrisa en los labios (que tanto le fascinaba) una gruesa barba cubría su rostro y el cabello largo que le sentaba bien. En el sueño le contaba que había cruzado la frontera para comprarle el caballo que montaba y la invitaba a cabalgar por la pradera. Protegida entre sus enormes brazos Anaïs como en los primeros años de casados no sabía del tiempo, plena, se entregaba a todo lo que su marido decidiera. Cabalgaron hasta el monte más alto para apreciar los valles verdes que aventuraban un buen año de cosecha, se besaron y se abrazaron felices. No quería despertar de ese sueño, quería quedarse con Samir ahí para siempre, entendía que era el único hombre que podía amar.
Un rayo intruso del sol matinal le besó el rostro y le trajo de vuelta a la cruda realidad. Se había quedado dormida sobre la cama. Bajó agitada las escaleras para ver si había llegado, pero encontró tan sólo el plato sobre la mesa tal como lo dejara antes de acostarse. Preocupada montó el caballo de Samir y en compañía de Black salió a buscarle. Recorrió las llanuras, la ribera del río, en último lugar se internó en el bosque, pero no encontró ni siquiera huellas que indicaran su paso, parecía más bien que la tierra se lo hubiese tragado. Decidida bajó al pueblo y contrató una cuadrilla para que le buscasen por el campo. Veinte hombre rastrearon durante dos días las tierras de Samir, nadie pudo dar con él. Tres días después, el cura don Fermín hizo una misa en su nombre y Anaïs mandó a enterrar un ataúd simbólico con sus cosas en la cima más alta del valle que custodiaba sus tierras.
Anaïs se preocupó de las labores del campo hasta la cosecha, más luego de repartirla con los trabajadores mandó a guardar el resto en la bodega y se encerró en casa.
Con el correr de los años la planta fue creciendo a tal punto que cubrió completamente la fachada de la casa, tapiando por completo la puerta principal obligándola a transitar por la parte trasera donde el sol llegaba por la tarde. Su madre le visitó los dos primeros años, pero el crudo invierno hizo que volviera al norte, debiendo dejarla sola en esa casona pese a sus ruegos. Anaïs, no le contó a ella ni a nadie, que en el fondo guardaba la esperanza que Samir llegara como en su sueño y cada noche al cerrar los ojos deseaba que al amanecer le despertara el cabalgar de su esposo en su rocinante blanco.
Cierta vez en que la lluvia no cesaba y los campos comenzaban a inundarse, apareció un hombre pidiéndole albergue ante la tempestad. Acostumbrada a su soledad, le recibió de forma hosca y le permitió dormir sólo por esa noche en el living. El hombre que abrigaba intenciones deshonestas se levantó a medianoche con la intención de acudir a su lecho, pero en la escalera fue sorprendido y tomado de los pies por la planta que había trepado por la ventana como una bestia verde que enceguecida de cólera terminó arrastrándole fuera de la casa, causándole heridas y lesiones en este acto, por la vehemencia con la que fue tratado. El hombre maldijo la fuerza de la planta y se alejó a duras penas del lugar antes del amanecer.
Días más tarde con un par de copas en el cuerpo comenzó a inventar toda suerte de historias de la casa y de la mujer que la habitaba, lo que se encargó de propagar por cada pueblo que visitaba, convirtiéndose Anaïs en una leyenda que alejó a hombres y mujeres que antes le ayudaban. Fue así que de ese modo, nadie visitaba la casa aquella donde la planta de flores azules seguía cubriendo sus muros y techumbres, ahora dejando asomar unas temibles espinas que le daban un aspecto terrorífico.
Cierta noche, acongojada por la ausencia de Samir rompió en un llanto tan desgarrador que la esencia de Samir convertido en planta no pudo evitar escucharle y comenzó a sufrir toda serie de transformaciones por la tortura que lo embargaba. Su tallo comenzó a recogerse como si fuese tirado de su centro, las flores azules sufrieron alteraciones pasando por todo tipo de colores hasta llegar a teñirse de rojos tormentosos, las ramas crujían estrepitosamente por las contracciones que sufrían y muchas terminaban cortándose, provocando con ello que toda la casa se remeciera por la presión acumulada; lo que de algún modo asustaba más a Anaïs, que a partir de ese momento mezclaba el llanto con gritos despavoridos, alterando más a la gigantesca bestia verde que de un modo perverso envolvía la casa con tanto arrebato, como si  intentara arrancarse de raíz. Toda la noche la planta luchó fatigosamente por desprenderse de la tierra que la apresaba, provocando en su infatigable contienda terminar por destruir parte de la techumbre, muros y ventanas, dándole a la casa un aspecto deplorable y tétrico.
Al amanecer a los pies de la puerta principal que se encontraba totalmente desprendida, se asomaba el cuerpo desnudo de un hombre. Anaïs, asustada aún más por esto último bajó con pasos temblorosos las escaleras, llevando consigo la escopeta que le había dejado Samir. Los escalones llenos de tierra,  restos de ramas desprendidas y flores marchitas, causaron en el andar de Anaïs más de una herida en sus pies, tobillos y pantorrillas. Si alguien se hubiese asomado en ese instante no podría siquiera haber imaginado que tal destrucción fuera provocada por el espíritu de Samir. Pero ¿Qué diablos había pasado, mientras descansaba? - se preguntaba -  al tiempo que observaba el caos a su alrededor. Un líquido amarillento de aspecto pestilente se mezclaba entre los arbustos como una especie de sangre derramada, dándole al escenario un aspecto aún más desagradable. Olvidándose de lo que pisaban sus pies y de los rasguños provocados en sus piernas, la mujer sujetando fuertemente la escopeta se acercó al cuerpo del hombre que a pesar del frío de lo noche aún vivía. Con el cañón intentó voltearlo pero no lo consiguió. Dejó a un costado el arma, más al ver su rostro sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas, pero esta vez de felicidad, no podía creer que ese cuerpo desnudo correspondía a su tan esperado esposo. Lo besó hasta casi asfixiarlo y se quedaron abrazados tan pronto se reconocieron. Le ayudó a subir a su habitación, le preparó el baño y se dispuso a limpiar todo. Antes del mediodía, todo había vuelto a la normalidad, bueno casi, los restos de la planta destrozada yacían en el patio trasero a los que Black seguía ladrando.
Estaba ansiosa porque despertara y apenas volvió en sí - repuso de inmediato - ¡Sabía que volverías, lo sabía! decía una y otra vez mientras le besaba ardorosamente. Samir aún cuando se hallaba semiconsciente pudo percatarse cuanto había envejecido mientras la abrazaba, produciéndosele una mezcla de sensaciones encontradas que lo turbaron por varios minutos. Los besos despertaron caricias dormidas y se fueron enredando en una vorágine de pasión acumulada pero que no bastó para que sus almas se encontraran como antes. Los cuerpos desnudos quedaron fatigados sobre las sábanas. Más tarde, mientras ella reposaba sobre la cama, Samir pensativo y distante le contemplaba apoyado en el marco de la ventana, el paso del tiempo sin duda dejó su huella en la joven mujer que guardaba en su memoria. Singularmente por el contrario, había rejuvenecido hasta el punto de ser ahora mucho menor que ella. Por una incomprensiva razón que no lograba entender el destino había invertido los papeles. Miró la firmeza de su figura y recordó entonces su cuerpo maltratado por el campo, su cabello canoso, sus arrugas y especuló que para entonces el alejamiento de Anaïs  pudo deberse a que ya no le atraía ¿Por qué entonces, había regresado de un profundo sueño, para encontrase ante esta amarga realidad? Por más que hacía esfuerzo por fingir y verse feliz, no resultaba convincente y Anaïs se percató de ello por lo que sollozaba silente bajo las sábanas.
Samir ensilló su caballo y salió a dar un paseo, necesitaba pensar, despertar su mente, tratar de entender lo que estaba ocurriendo con su vida, dejó que su caballo le guiara, al tiempo que apenas sostenía las riendas de su noble equino. Tras internarse por el bosque y cuando finalmente éste se detuvo, divisó una cruz y una lápida de madera tallada y reconoció en éstos mudos testigos el paso de su antigua vida. Llegó a imaginar que realmente estaba muerto, por lo que se enterró una espina en su mano izquierda, quedándole claro lo contrario. La lápida decía “Aquí yace el recuerdo de Samir, el hombre que siempre amé y seguiré amando hasta la eternidad” Anaïs.
Desde la distancia vio la silueta de Anais que desde el porche de la casa le saludaba envuelta en el vestido azul, que tanto le gustaba. Más cuando se fue acercando le pareció una fotografía añeja y deplorable del pasado, su figura ya no era la misma y hasta le pareció una grotesca postal. Se apeó distraídamente del caballo saludándola con un beso distante y antes de que pudiera ingresar al interior de la casa, escuchó un lamento, como alguien que libera un ave aprisionada en medio de la llanura- ¡No te gusto, es eso! ¿Verdad? Estoy fea y vieja, me pasé la vida esperándote y ahora que llegas ya no quieres que esté aquí. ¿Qué quieres que haga? Sólo he sabido esperarte, me he pasado la vida en ello y remarcó esto último como si hubiese sido el precio de su condena. Samir se volvió hacia su mujer, la imagen que por años se guardó en su memoria, gélida distante apagada frente al ventanal del dormitorio, se diluía dando paso a una mujer acabada, que delataba en su cuerpo y su rostro el peso de los años, una mujer que el brillo de su ser se extinguió con el paso del tiempo y se dio cuenta que a pesar de sus cabellos canos y su gruesa figura, en su postura, en la manera de exigir su atención, y reclamar a gritos su desconformidad, en el fondo seguía siendo su niña… ¡Ven aquí! Le estiró los brazos y la cobijó en su pecho dándole consuelo. Tienes razón pequeña te has pasado la vida esperándome, y estas palabras estaban pintadas de resignación y melancolía. 
Por la tarde salieron a caminar, rememorando los paseos de eternos enamorados, la besó con ternura innumerables veces y le confesó cuanto la amaba como nunca lo había hecho, quien no les conociera hubiese pensado que querían recuperar todos esos años de silencio en una sola tarde. Al final del día la llevó rumbo al río. Le señaló la roca donde se produjo su desaparición y la invitó a recostarse.
Es tu turno, le dijo y le besó en la frente ante su desconcierto. Se dejaba caer la tarde, y la atmósfera se llenaba plácidamente de paz. Estaba decidido a acompañarla en este camino hasta el final y no la abandonaría como tantas otras oportunidades. Cerró los ojos para conectarse con la tranquilidad del lugar, quería desprenderse de sus miedos y pesares necesitaba de algún modo expiar su alma angustiada y mortificada frente al ocaso de su vida. Se sentía en el ambiente como el frío se iba apoderando del lugar a medida que avanzaba el crepúsculo. Fue entonces que le pareció sentir el chillido de un águila que volaba en lo alto. Podía imaginarla majestuosa con sus alas expandidas, mientras chillaba de tanto en tanto. El ave rapaz empezó a  descender de modo espiral hasta quedar posada sobre la roca donde descansaba Anaïs. A diferencia de las águilas comunes, ésta tenía un plumaje dorado que emitían un resplandor que cautivaba al mirarle y una serenidad que se proyectaba desde su pecho. El ave se mantuvo expectante durante casi una hora sin que Samir se atreviera a hacer o decir nada. Entonces, el ave con un tono pausado y grave expuso “Ha llegado el momento Samir ¿Estás dispuesto a su sacrificio?” Samir, sintió una presión en el pecho que le dejó sin aliento, pese a su tamaño se sentía pequeño e impotente ante el rapaz que no le sacaba los ojos de encima. “Es necesario que le dejes partir, para el bien de ambos” continuó el ave. Samir, mantenía su mano tomada en todo instante, y en acto de clemencia y reconciliación fue pidiéndole perdón en silencio por cada uno de sus malos actos e incomprensiones. A medida que se fue produciendo la conexión entre ambos, el ave los envolvió en un aurea dorada que los protegía. Cuando las lágrimas de Samir parecían extinguirse de su pecho, miró al ave rapaz consintiendo para que procediera al sacrificio.
El águila comenzó a picotear con dureza el pecho de la mujer como si fuera una presa inerte, produciéndole heridas desgarradoras que de inmediato hicieron que su torso se bañara en sangre, y a pesar que toda su figura se contraía ante cada embestida del ave, no emitía quejas y ni siquiera dejaba entrever algún mínimo gesto de dolor ante el brutal ataque, sólo Samir sufría al ver como el ave rapaz se ensañaba con el cuerpo frágil de su mujer. El águila no detenía su bestial agresión y arrancaba los trozos de piel y carne de manera cruel y sangrienta hasta que logró dejar al descubierto el corazón de Anaïs que aún latía débilmente. Fue entonces que se detuvo y con su pico ensangrentado hizo un gesto a Samir, quien entendió era su turno. Sacó el puñal que llevaba a la cintura, y como quien sacrifica un animal, procedió a aplicar sendos cortes y extraer el corazón que lanzó al aire para que el ave rapaz lo atrapara con sus garras antes de emprender el vuelo y perderse en la oscuridad de la noche.
La luna angustiada por tanto tormento se asomó tímidamente  para consolar a Samir que lloraba sobre su pecho, mezclando su cabello y rostro con la sangre tibia del cuerpo de su amada. Desde lo más recóndito le brotaba su arrepentimiento, sin mediar palabras entre ambos, se fue produciendo la más bella reconciliación. Como un niño arrullado en su pecho se limitó a dejarse acariciar el cabello, tal como lo hiciera antaño su madre. En éste acto de amor, poco a poco fue recibiendo el perdón de su mujer y nuevamente fue envejeciendo.
Del mismo modo que envejecía, Anaïs iba rejuveneciendo y justo en el instante que volvía a ser la joven mujer antes de su partida aparecieron las musas del río para llevársela. De la mano de las jóvenes musas marinas, Anaïs se fue sumergiendo en el río hasta que las aguas la cubrieron por completo, ante la atenta mirada de Samir. Alzó su vista al cielo, y con voz resignada imploró “espero que exista un hombre que sepa cuidar de esa flor.”
Con los ojos lacrimosos por perderla por segunda vez, le gritó a Black mientras volvían rumbo a casa ¡Vamos amigo ahora nos toca a nosotros esperar!                                     
 **********
Página 1 / 1
Foto del autor Esteban Valenzuela Harrington
Textos Publicados: 171
Miembro desde: Apr 15, 2009
0 Comentarios 640 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

El silencio es el peor intruso entre una pareja

Palabras Clave: Silencio

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción



Comentarios (0)add comment
menos espacio | mas espacio

Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.

busy