EL INGENUO GENIO
Publicado en Apr 04, 2014
Prev
Next
Image
EL INGENUO GENIO
 
Miré a través del cristal trasero del coche, y vi como la Alcazaba se alejaba junto al Parque ante mis ojos.  Le cogí el sombrero a mi nuevo amigo, como cualquier niño ilusionado que se permite jugar con un aparente desconocido, y empecé a soñar despierto con el nuevo futuro que me esperaba. Me volví  otra vez, y con un guiño me despedí de mi corto pasado para dar paso al futuro apasionado que me había prometido en solo ocho minutos.
Don Enrique, así le llamaba, mantuvo el silencio, que ya inesperadamente empezó de forma constante en mi  vida, hasta coger la carretera hacía Madrid, o al menos eso leí en un cartel, no estaba claro el destino. Rondaba los doce años pero ya  era un romántico empedernido y soñaba con ese rojo París, donde se expondrían  los primeros cuadros como prematuro artista. Habíamos decidido que haría una Gran Colección y luego él, como  mecenas a la vez que falso  padre, situaría mi obra en una de las más importantes Galerías de la cuna del Arte. Me explicó que sus conocimientos sobre la pintura hacían que buscase  nuevos talentos, por eso siempre rondaba la academia donde pintaba en mis tardes soleadas, porque las oscuras las dejaba para las tareas escolares. Ese era el trato que me prometió y  acepté sin pensarlo dos veces. Dejaría a mi familia, dejaría mi ciudad pero alcanzaría fácilmente mi sueño sin ni siquiera haber logrado la mayoría de edad. Por un momento pensé en mi madre, se tensó mi cuerpo,  pero mi pasión era más fuerte que el amor hacia nadie, o eso debía ser según  mi actual representante en la vida. Dejé de tener su imagen en mi cabeza, y nunca me paré a razonar en el sufrimiento que podría causar. Tenía doce años, fue una decisión rápida por un niño que aunque había demostrado ser un GENIO, tenía la madurez sentimental adecuada a la experiencia que  había adquirido en la vida una persona protegida.
Todo había transcurrido rápido: cogí el autobús y paseé hasta la Galería donde se encontraba uno de mis cuadros. Era el día de la Semana Santa más excitante de todos, tanto que los Nazarenos, las velas y la imagen  del Cautivo no me transmitían el miedo acorde a la oscuridad de la penitencia por el dolor que aún no intuía. La multitud se apilaba en las calles, impidiendo que mis pasos fueran más rápidos que mi inquietud por ver mi primera obra expuesta. Todo se unía a la expectación acontecida con la visita de la Reina, quien trajo un recuerdo altivo a mi tan codiciado principio, a la vez que ocultaría mi rastro entre una multitud alegre.
 En la misma acera donde se encontraba la puerta del local, el hombre con sombrero, mi nuevo amigo, con la  presencia de caballero inglés, me cogió del brazo llevándome a una calle donde no había ningún ruido de tambores ni trompetas que se mezclasen con su voz y con mis oídos. Nos conocíamos, porque durante meses me observó desde la ventana de mi taller de aprendizaje, desde la distancia, buscando cómo acertar en el encuentro. Volvieron a actuar mis doce años, y a no intuir  los peligros del animal que día tras día acecha a su presa. Me explicó su plan: un prometedor futuro con el inconveniente de residir en  otra ciudad y hacerme pasar por su hijo, hasta que consiguiéramos el siempre codiciado éxito. Ese es el resumen de las palabras llenas de encanto y consideración de un hombre que aseguraba ser alguien en el mundo  del Arte.  No sé, no medité mucho, me visioné como Picasso y decidí participar. Mi gran ego estaba creciendo por minutos, y no razoné, sólo mis cuadros predecían mi imaginario camino al abismo. Me había fijado muchas veces en él, su aspecto no era el usual en mi ciudad, sobre todo ese sombrero lo distinguía de la ropa cómoda que el clima de Málaga reclamaba. No recordé mis dibujos, donde lo representaba como a un hombre gris, sin cara ni alma, como una sombra. Me di cuenta que me dejé  llevar por los sentidos más superficiales como el oído, sin importarme lo que mi corazón había leído en su imagen.
Con la misma ropa y con el mismo sombrero nos subimos al vehículo que me llevaría a mi nuevo hogar, solo cuando dejé de ver las olas empezaron mis dudas y mis inquietudes. Comenzaron los  miedos, el miedo correspondiente a un niño al que  sacan de su hogar, el miedo a esa oscuridad,  que a pesar de ser las cinco de la tarde, de repente había aparecido en mi vida al no sentir el mar. Apareció el dolor junto a ese constante sentimiento, y también el persistente silencio. Ya no respiraba libre, ya era preso de la voluntad de otra persona al no sentir la protección adecuada, sino la esclavitud planeada por la sombra.
Dormí, comí y hasta soñé con el calor de mi madre: con su pelo largo, con su mano cogiendo fuerte la mía, con su juventud, con el dedal que utilizaba para hacerme la ropa de los Domingos, con la belleza que un hijo admira de una madre. Mientras mantenía esas imágenes en mi cabeza aparecí ante mi nuevo estudio, porque lo veía así. No era mi infantil dormitorio, nunca lo llegaría a ser, ya estaba arrepentido, pero era un niño, un niño inteligente y sensible, que  en su corta vida se había confundido por la falta de vivencias. No intenté escapar, era dócil, y solo pensé con resignación en pintar. Creí, con la ingenuidad correspondiente, que si le hacía unos cuantos cuadros inimitables volvería con mi Pepa. Bajé con lo puesto, con lo que me había marchado, y decidí explorar mi nuevo lugar de trabajo. Una mujer, corpulenta y con una sonrisa dulce, a pesar de todo, me enseñó una habitación con un gran ventanal y un caballete donde se supone que comenzaría mi Gran Colección.
Cené algo que para ellos era comida caliente y para mí un dulce, nunca supe de qué estaba hecho. Y dormí, dormí sin poder saber cuánto, con un frío aterrador, y ese miedo que jamás desapareció en mi vida. Empecé a sufrir al intentar llevar a cabo una ilusión que aún no estaba predispuesta para mí, las cosas llegan en su momento, y  mi insensatez quería adelantar lo que  en ese instante  no estaba en  mi destino.
 Comencé con una rutina impuesta por mis cuidadores o explotadores: desayuno, pintura, comida, siesta, pintura, cena, una película o lectura en francés y a pasar miedo otra vez en un sueño que ya nunca fue relajante. No había mucha conversación, ni grandes paseos donde descubrir mi entorno, el vacío ya se había construido y no tenían intención de llenarlo. Al tener esa  corta edad  no  pensaba mucho en el sufrimiento de mi cárcel. Solía pintar  todo lo que mi alma sentía, y mis cuadros,  según iba pasando el tiempo, adquirían una fuerza brutal en comparación con los de mi dulce y tranquila infancia, por eso creo que no fueron reconocido; pero seguían siendo una Gran Obra de Arte, donde la sutileza de las pinceladas  no habían cambiado y donde el color azul de mi mar era fiel.
Pasaron no meses, sino años, ya se percibió en mi cuerpo una barba viril  pero mi madurez había sido frenada por la soledad adquirida, no recordaba la fecha de mi cumpleaños, pasaban las estaciones sin saber claro en qué día del mes me encontraba. Viví a través de mis cuadros, y soñé a través de mi imaginación sin poder recordar qué. Creo que me drogaban porque ni sentía a mis hormonas despertarse por las mañanas, solo unos callos entre los dedos, producidos por los pinceles, me recordaba quien y que  era lo que estaba haciendo en ese pueblo, del que solo conocía un lago y un pequeño mercado.
Una mañana mi frío nuevo padre cogió unos cuadros de la habitación donde se apilaban y empezó a mercadear, intuí que la gran Galería nunca llegaría, y quizás porque se mantenía en mi cerebro mi esencia de artista, me esforzaba por dibujar cada vez mejor. No recordaba mi vida en Málaga, pero sí sensaciones: el olor a alquitrán, la luz, el tacto de la sal de los espetos, y por supuesto el abrazo de mi madre. Todo eso bajo los efectos de la medicación que me hacía delirar en mis cuadros, con un arte abstracto que no correspondía a mi infantil sensatez. Se estaban enriqueciendo, lo veía en las joyas, coches y demás cosas lujosas que iban adquiriendo. Y yo, como en los restantes años que estuve allí, no demostré ningún ápice de enfado o alegría. No pensaba en un futuro, ni si quiera en un mañana, pintaba, comía y dormía, esa era mi vida desde los doce años. Ya no sabía los que tenía.
Una mañana vi a mi  también fría cuidadora meter un sobre debajo de una losa en la cocina, y en solo una décima de segundo mi cerebro empezó a despertar. Hice como si estuviera probando con otro tipo de estilo, pero no, empecé a pensar más que a pintar, y en cada brochazo mi cerebro dibujaba un plan. Alimenté mi memoria con dichas percepciones, casi no podía dibujar mi verdadero hogar, pero si quería tener la necesidad de chillar, reír  y llorar. Tenía la necesidad de vivir,  y dejar de pintar para dar paso a otras facetas  de la vida. Me empecé a ver sin el pincel, me costaba trabajo pero soportaba el esfuerzo porque mi cautiverio pedía libertad. Creo que concluí que había pagado en ese tiempo la culpa por mi pecado de la avaricia, o simplemente  la droga ya no hacía el mismo efecto, y comencé a reaccionar, a luchar y a no olvidar.
Estuve semanas repitiendo mi rutina de una forma forzada, no por inercia, y dibujé mi regreso en un cuadro, que no lo era, pero sus mentes o más bien su raciocinio se limitaban a decir esto es bonito o feo, así que jamás descubrirían cuales serían mis pasos. Con cada figura reflejaba el laberinto con varias salidas, es decir,  opciones donde elegir el camino para continuar con lo que habían frenado. Y así fue, en dicho pueblo amanecía temprano y las tiendas abrían casi a la vez que el sol salía, por lo que la patrona, por llamarla de alguna forma, la mañana de los Martes se dirigía al amanecer  a la compra semanal, según entendí: porque había menos aglomeración. Y comencé mi huída en Martes,  entonces recordé un refrán de mi madre,  sonreí después de años. Oí cerrarse la puerta dos veces, deduje  que salieron, ahí me arriesgué. Ellos no echaban la llave, no dudaban, creían que aún estaba ilusionado por conseguir ser un GENIO y que no huiría, pero después de tanta falta de amor, de tanta soledad, de tanto dolor, de tanta sumisión y de tanto vacío no me importaba  el motivo de mi llegada, solo el de mi  salida. Y al igual que llegue allí, con el mismo impulso, abrí la baldosa, cogí el dinero y empecé a andar en dirección contraria a la siempre elegida por ellos. Pero retrocedí, y pensé en las noches de San Juan, en el fuego, en quemar lo malo para que empiece lo bueno, qué contento estaba: tenía recuerdos y además hermosos. Entonces cogí mis cuadros, los que estaban allí, los apilé y, como si de una fogata se tratase, les prendí una cerilla. Observé unos segundos las llamas, y marché decidido.
Ya no calculaba el tiempo, ni sabía el valor del dinero,  pero había mucho y además  era mío, aún me costaba trabajo pensar, pero suponía que cuanto más tiempo pasara fuera  más fácil podría recordar. Llegué a un pueblo, o quizás fuera el mismo, y con casi mi perfecto francés pregunté por una estación de trenes. Me indicaron, cogí el siguiente a París, no por mi ilusión, ya no existía, sino porque mi nueva seguridad decía que habría una mejor comunicación hacia España.
 Tardé horas en llegar, durante ese tiempo solo di cabezadas y comí bocadillos, pero mi cerebro estaba despertando y empezaba a sentir cosas: felicidad, nostalgia, dudas, deseos… Bajé en la añorada ciudad del amor, y lloré en silencio, lloré por haber sido niño, por haber soñado, por mi inocencia. Hay muchos errores en la vida, o eso repetía  mi padre, pero algunos cuestan más que otros…y apreté los labios, miré las taquillas y con un suspiro compre el billete hacia mi antigua niñez. Volví a dar cabezadas, entonces, entre sueño y sueño, me pregunté qué harían esos dos extraños cuando no me vieran en la casa, porque  a pesar del tiempo, eso eran dos desconocidos. Y negué diciendo a la vez: nada, porque ya tendrían suficiente para vivir mejor que antes y supongo que  en el fondo sabían  que algún día se acabaría, y ese día llegó, un poco tarde pero todo llega, todo tiene un sentido y un fin, el error está cuando eliges el camino equivocado y aparecen inconvenientes innecesarios para llegar al destino que todos tenemos. Miré por la ventana, era mi tercer tren, el definitivo, y volví a ver el mar, que no era el más precioso, ni el más cristalino, pero era el mío, era  donde  había jugado de pequeño, donde había hecho ahogadillas, y donde me  enterraba, sin imaginar que pudiera haber estado muerto en vida, simplemente donde había sido feliz. Sonó el aullido del final del camino, y me temblaron las piernas, porque no recordaba cómo llegar a mi casa, sabía que no estaba lejos pero no la situaba, casi gritó porque el miedo volvió. Me miraron y me acicalé, empecé a andar, a pasear sin ninguna dirección hasta tropezar con la biblioteca de la Diputación, y paré. El aspecto era bueno pero el olor humano avisaba del  largo viaje, así que entré al aseo y analicé mi próximo comportamiento.
 Vi periódicos en la mesa, y decidí buscar en la hemeroteca. Mientras leía noticias sobre mi desaparición, empecé a pintar cuadros del futuro, y no uno  prometedor. Me vi como un punto alrededor de una muchedumbre, otro momento de tensión. Creí verme como otro juguete en mi propia tierra, y ya no recordaba lo que era el amor,  lo volví a rechazar. Ya no quería ser el NIÑO PINTOR, no podía con esa presión. Cayeron lágrimas por mi cara, porque tomé otra decisión. Cerré los ojos durante diez segundos, respiré, mi alma chilló  y bajé a mi temido mundo interior. Caminé durante horas, regresé a la Estación…
 No sabemos si otra vez se confundió al decidir vivir solitariamente,  todo había pasado y  ya no tenía sentido volver a lo que un día dejó. Su niñez se había marchitado, era un hombre, joven aún, sin edad exacta, pero el dolor lo había convertido en viejo sin tener el blanco en su pelo ni arrugas en su expresión. Surgió el GENIO egoísta, como todo el  que un día nació. Pensó en la vida que le esperaría, después de tanto vacío, todo se repetiría de otro forma, pero con el mismo contenido: no se iría el sufrimiento, y  siempre le recordarían su error, su repetido miedo y su humillación, e incluso la obligación de ser un GENIO, cuando ya no cabía esa ilusión. Y como dejó su sensatez cuando era un niño, volvió a decidir con otra improvisación: construiría su nueva vida sin recuerdos, sin remordimientos, sin ese odiado y temido dolor. Ya había pasado todo, y la herida de a quien dañó se sanaría con el olvido de quien la causó. Fue un náufrago en lo que se convirtió, motivado por lo que todos tenemos en la vida: una tonta equivocación. Ahora solo quería dominar su vida, su sencilla y anónima vida, donde no cabría ningún error, porque las elecciones iban a ser tan insignificantes que no volvería a lamentar no haber mirado atrás y haber elegido simplemente la opción que cualquier genio rechaza, la opción que realmente llena la vida, la opción que lamentó, la opción que le haría no lograr la felicidad plena, la opción del AMOR.
Solo quizás si existe otra vida podrá compartirla con quien siempre lo acurrucó, o quizás el TIEMPO, que todo lo cura, aunque sea lento para borrar el dichoso DOLOR, le haga con su INGENIO  acercarse a la Tierra, la que  jamás lo olvidó.
                                                                                                         VALENTINA
A TODAS LAS PERSONAS DESAPARECIDAS
Página 1 / 1
Foto del autor Sandra María Pérez Blázquez
Textos Publicados: 60
Miembro desde: Nov 23, 2012
0 Comentarios 556 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

Historia basada en un hecho verídico sobre la desaparición de un niño, quien era un prematuro genio en la pintura

Palabras Clave: niño pintor

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



Comentarios (0)add comment
menos espacio | mas espacio

Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.

busy