La noche llegó como siempre, sin prisa, a la misma hora. En el momento mismo al que está tan acostumbrada, ni segundo más temprano ni más tarde. A la hora exacta en que el último rayito de luz se pierde tras la montaña. Yo, en cambio, siento que llego tarde a todas mis citas: a la de las palabras y a la de los silencios; a la hora de tomar mis alimentos y a la hora de ir a la cama. La noche no necesita cronómetro ni minutero; yo, en cambio, necesito de todos los calendarios, del Big Ben o por lo menos, de un reloj de sol como el del Barrio de Lavapiés para que me hable de los días y de ti. (Recordé que debo de terminar un trabajo y ya es tarde. Mañana, los jurados del concurso de exposiciones necesitarán de las hojas de evaluación). Un reloj de sol, en estas circunstancia, no es de mucha ayuda. También mañana, me intercambiaré con la vida a destiempo.