Café a las tres
Publicado en Sep 11, 2013
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Era un jueves, de Junio, lluvioso, bullicioso, en general, amargo para Amanda que esperaba parada junto a la mesita de noche de su habitación, ahí estaba el teléfono, de esos que tienen disco, color negro, inmóvil, brilloso y con una cara sonriente y apacible, como imaginaba Amanda.
Esa llamada que tanto esperaba no terminaba de llegar y ella estaba dando vueltas por toda su habitación, mordiéndose las uñas y haciendo un pasito armonioso con el pie derecho cada vez que se aproximaba a echarle un vistazo por la ventana. No se veía mucho por la tormenta que se estaba desatando. Justo ahora que tiene un compromiso sumamente importante: Volvería a ver a su mejor amiga de la secundaria, después de muchos años, después de muchas vivencias por separado, vería a Helena.
-¿Cuántos años sin verla? Quince, tal vez veinte años. -se decía y recordaba Amanda, frunciendo el entrecejo, para sus adentros dando a su vez ligeros golpecitos al piso con su pie derecho.- ¿Por qué no llama? ¿Le habrá ocurrido algo malo? ¡No! –se convenció, muy a su pesar, que no pasaba nada y se sentó en la cama, se recostó y suspiró.
Estaba sola en casa, sus hijos, los tres, habían salido de vacaciones con sus tías bonachonas que aun, después de quedarse para vestir santos, podían pagarles desde un día de campo hasta una estadía no definida en Francia. Imaginaba a Eduardo, Alba y Ruth más que encantados y fascinados sumergiéndose en algún lago o alberca lujosa de un hotel, disfrutando al máximo de sus vacaciones.
-Se lo merecen. ¡Ay mis niños! –exclamó melancólica y siguió recostada pensando.
Pensó en su esposo Nicolás y cuanto le gustaba jugar a los aviones con Eduardo y sentarse a tomar el Té con Alba y Ruth cuando eran pequeños. Amanda derramó algunas lágrimas inconscientemente y al sentirlas se extrañó pero de inmediato las enjugó con el puño de su mano. Nicolás ahora estaba en un lugar mejor, de eso ya han pasado siete años. Fue buen padre, buen esposo, buen amigo y buen amante. Sus hijos y ella lo recordaban con cariño. Amanda ya no escuchaba el crepitar de las gotas de lluvia cayendo furiosamente sobre la ventana, sobre toda la ciudad, se levantó de un solo movimiento rápido y decidió llamar a su amiga. 
Marcó los números con una ligera impaciencia y se aferró a la bocina como si se tratara de un salvavidas. Helena contestó a los dos tonos.
-¿Hola? –su voz se escuchaba muy forzada como tratando de ocultar alguna sorpresa. Sonaba desesperada.
-Helena, soy Amanda. ¿Dónde estás? Me tienes preocupada, mujer.
-¡Ay amiga! Hay un embotellamiento de la chingada aquí por el centro, no puedo pasar aún. Creo que hubo un accidente, por la lluvia. –algunos pitidos de claxon se lograban escuchar a través de la línea, gritos, groserías y un vendedor aprovechando la ocasión del caos para expender papitas.
Amanda se desanimó.
-No te preocupes Amanda, de que vamos a tomarnos un café ¡Vamos a tomarnos un café! –dijo Helena convencida, se escuchaba su risa serena.
-Está bien, amiga. No te preocupes. Ve con mucho cuidado. –rogó Amanda.
-Adiós. –Helena colgó y Amanda sintió un vacío extraño en el pecho.
 
Amanda aun no caía en la cuenta de que Helena pudiera hacerse un tiempo para salir con ella. Se habían topado, un día caluroso de mayo, por la calle. Helena llevaba un vestido rojo y floreado que le sentaba muy bien, su corto cabello negro: con un mechón blanco al frente. No usaba maquillaje pero sus mejillas seguían teniendo ese ligero, discreto y hermoso rubor que no cambiaba para nada a pesar de los años. Ambas se reconocieron al punto y se sonrieron. Helena iba con dos criaturas en cada lado: un niño y una niña. A lo que, por un momento, Amanda se sorprendió.
-¡Amanda! –gritó Helena con emoción y júbilo al ver a su amiga de escuela.
-¡Hola Helena! ¡Años sin verte! –Amanda extendió los brazos efusivamente y sentía ganas de llorar, tenía una sonrisa de oreja a oreja y de inmediato las muchas vivencias que ella y su amiga habían tenido en su vida de escolares le pasaron enfrente de sus ojos.
Helena hizo un intento de poder abrazar a su amiga con la misma efusividad pero con los niños agarrados a cada mano no pudo más que apoyar su cabeza en su hombro y sonreír de igual manera. La niña, un angelito peinado de trencitas con listones rosas a los extremos, con una paleta en la otra mano y mirando, asustadiza a todos lados, comenzó a tirar del vestido de Helena.
Ella no le hizo caso y siguió en su encuentro con Amanda.
-Son mis nietos: Cristian y Natalia. Por parte de mi segunda hija: Fernanda.
-¡Son preciosos! Divinos. Ya me imagino a tú hija con estas criaturas hermosas. –dijo Amanda mientras miraba a los niños con amor, estos no dejaban de mirar hacía una vitrina con juguetes de madera. -¡Cuantos años sin verte! –repitió-. ¿Cómo has estado?
-Muy bien, amiga. Muy bien. –aseguró Helena sonriente.
-Me imagino.
-Me toca llevar a los niños a jugar al parque un rato en lo que sus padres vuelven de una comida de negocios. Al parecer, Jorge está a punto de ser ascendido a accionista. –cuchicheó.
Amanda sonrió y volvió a abrazar a su amiga consiente de que esta no podía devolverle el gesto. Ambas se miraron por unos instantes, sin decir nada pero se sonreían y sabían que tanto la una como la otra trataban de contener, con milagros, las lágrimas de felicidad y por qué no, de melancolía por aquellos años de sueños.
-Te invito un cafecito ¿Qué dices? –preguntó Helena emocionada.
-¡Claro que sí! ¿Cuándo? –los ojos de Amanda brillaban dulcemente, sentía que sus mejillas se le encendían y que de pronto el ambiente cambiaba de un gris a un rosado.
-Puedo hasta el mes que viene. Tengo que ayudar en talleres de costura y confección. Voy toda la semana de cuatro a ocho de la noche. Es algo pesado pero me resulta muy bonito eso de entretenerse con algo que a una le guste. Sabes que eso de confeccionar cosas se me da bastante bien. –río modestamente al igual que Amanda.
-Muy bien. Por mi está perfecto.
-El taller termina a mediados de Junio. Yo te llamaré. Te daré mi número de celular y el de mi casa.
-Claro.
Amanda sacó un block de notas color amarillo y una pluma. Anotó los teléfonos que su amiga le dio y remarcó el nombre de Helena varias veces. Su emoción se dejaba ver hasta en las uñas de sus pies descubiertos por las sandalias que llevaba. En otro papelito amarillo anotó su número telefónico: el de casa y el de su celular. De paso anoto su cuenta de correo electrónico por si a Helena también se le daba eso de la nueva tecnología tanto como a ella, se lo dio y nuevamente intercambiaron sonrisas y miradas emotivas, se abrazaron y cada quien partió por su lado con la esperanza de un encuentro más formal, que se pudiera disfrutar a sus anchas, en el que ambas pudieran hablar sin tomar en cuenta el tiempo, ni a quién. Todo eso reinaba en el aire, tan cálido, tan gratificante, tan prometedor.
 
Ya eran pasadas la una y treinta de la tarde y Amanda seguía hurgando en su mente en busca de sus recuerdos más preciados con su amiga del alma. Y no solamente con ella, sino con todas las personas que habían significado bastante en su vida, que la habían marcado para bien y para mal. Amanda pensó en sus hijos nuevamente, sobretodo en Ruth, la más pequeña. La pobre, lo mucho que había sufrido con la muerte de su padre. Amanda había pasado toda la noche a lado de sus hijos, los niños se habían quedado dormidos en la sala, cuando recibieron la noticia: Nicolás, había muerto en un accidente de tráfico. Viajaba por negocios a México en autobús cuando este derrapó por el asfalto mojado que había dejado una tormenta tan fuerte como la que Amanda había estado presenciando mientras esperaba de su amiga. Ruth tuvo pesadillas durante toda la noche y le agarró la fiebre. Alba no dijo palabra durante todo el entierro, solo lloraba y lloraba y Eduardo comprendió que debía ser fuerte por su madre y por sus hermanas. Ya se había convertido, a sus escasos doce años, en el hombre de la casa.
Amanda miró el reloj nuevamente, solo habían pasado tres minutos. Se situó junto a la ventana y vio como el Sol luchaba por asomarse entre las espesas nubes grises y dar algo de calor y consuelo a los citadinos pero las necias nubes no lo dejaban en paz, el viento no estaba a su favor.
Amanda volvió a sus recuerdos, se sentía, cada vez más, invadida por la nostalgia más que por la alegría. Decidió ir a la sala por el paquetito de cigarrillos que había dejado en su bolsa. Siempre fumó a escondidas de sus hijos. No quería darles el mal ejemplo ni que agarraran el vicio como ella lo había hecho desde la preparatoria. Su mejor amiga ya no estudiaría con ella, ya no la vería más, la preparatoria era una cosa muy aparte con los años mozos de la secundaria y la primaria en donde casi todo lo hacían por uno. Amanda había agarrado ese vicio por puro nervio más que por el placer que este podría provocar alguna vez y esos mismos nervios hicieron que se volviera dependiente del cigarro al punto de fumarse una cajetilla y media al día.
-Menos mal que mis hijos no me agarraron fumando cuando eran pequeños. –dijo para sí mientras sujetaba con sus labios el cigarrillo y encendía la mecha para después dar una bocanada y sostener el humo por unos instantes antes de dejarlo escapar por la nariz.
Sin embargo, a Amanda le daba la impresión de que a su familia no le interesaba tanto lo que ella hiciera o dejara de hacer ¿No era así?
Ella empezaba a dudar, le dio una bocanada al cigarrillo, que ahora estaba por la mitad, y relajo los músculos.
 -¿Habré hecho bien las cosas con mi familia? –dio un respingo al darse cuenta de que había dicho lo que pensaba en voz alta.  Tenía una sensación de mareo y por primera vez en su vida el humo del cigarrillo le dio asco, lo apagó y se enjuago la boca con un poco de agua. -¿Los eduqué bien a pesar de…? No, no lo digas. Nicolás podría enojarse. No está aquí pero sé que a él no le gustaría verte así–. se dijo para sus adentros. Aprovechó que estaba cerca de la cocina para poder remojarse la cara en el fregadero.
No era propio de ella dudar. Simplemente, no lo era. Observó a su alrededor como si temiera que alguien más la viera o la escuchara en su momento de debilidad. Estaba completamente sola, el ruido del refrigerador y los ladridos de un perro cerca de su casa eran la única compañía. Estaba sola.
Fue entonces que se dio cuenta, con esa simple mirada de reconocimiento a sus terrenos, de que siempre había estado sola de cierta manera. Su esposo y sus hijos, inclusive la misma Helena, fueron de gran ayuda en su vida pero aun así ella se sentía sola. Esa sensación de vacío en el pecho siempre la acompañó y fue entonces cuando lo sintió tan fuerte que se mareo nuevamente y decidió sentarse. Comenzó a llorar sin temer que sus hijos la escucharan. Claro, no estaban ahí para consolarla, estaban de viaje con sus tías bonachonas, olvidándose de marcar si quiera para que su madre supiera que estaban bien. Lloró sin importar que Nicolás la escuchara. Tampoco estaba presente, había muerto hacia siete años. Se dio cuenta de que toda su vida pretendió ser fuerte, que había construido un muro para aparentar que los sentimientos de soledad y melancolía eran como un cero a la izquierda. No era así. En medio de toda su soledad interior y exterior no quiso esperar más. Tomó el teléfono y marcó, pausadamente, el número de Helena.
-¿Diga? –contestó Helena a los dos tonos.
-Helena, no puedo esperar más. Voy para allá… -dijo Amanda desesperada. Comenzaba con su horrible hábito de morderse las uñas.
-Tranquila amiga. Ya voy doblando la esquina de tu casa. Sal, te espero. –advirtió Helena con tono serio pero sin dejar de revelar su preocupación. 
Amanda salió apresurada de su casa, por poco olvidaba su bolsa. Regresó por ella, la había dejado en la mesa junto con su intento frustrado de fumar. Ella observó nuevamente a su alrededor y de inmediato, todos los momentos felices circularon delante de sus ojos en un instante: Sus hijos de pequeños, Ruth y Alba jugando a las princesas y Eduardo correteando a su papá con su planeador a escala.
-¡Hola Helena! –la saludó efusivamente, le besó la mejilla y se colocó el cinturón de seguridad.
-Hola Amanda. Perdón por la tardanza es que quien sabe que carajos pasó en el camino. –Helena suspiró y se calmó lentamente. Luego le devolvió el saludo y puso reversa en la palanca de velocidades. –De algo me sirve que esta cosa sea semiautomática.
Amanda comenzó a llorar.
-¡No Amanda! ¿Por qué lloras? –Helena detuvo el coche inmediatamente y no le importo quedarse en media calle del fraccionamiento donde su amiga vivía. –No llores amiga. No llores. –le pasó una mano cariñosamente por la espalda y le dio ligeras palmaditas para consolarla.
-Me he sentido tan sola Helena. Tan sola. No me había dado cuenta de cuánto daño me había hecho a mí misma fingiendo que no pasaba nada. Creando un muro entre mis sentimientos y el bienestar de otros: De mis hijos y de Nicolás. Mis hijos ya hicieron su rumbo y Nicolás falleció hace ya mucho pero aun siento como si fuera ayer cuando lo velamos en la casa, cuando mis hijos le lloraron, cuando yo me derrumbe. No sé si he criado bien a mis hijos, no sé si les he dado lo mejor con el pasar de los años, no sé si he sido buena amiga, buena madre y buena esposa. ¡No sé qué pensar Helena! Me siento tan mal, siento que no he hecho las cosas correctamente.
Helena abrazó tiernamente a Amanda como si se tratara de madre e hija consolándose por el fracaso de un amor. Le hablo con las palabras más dulces que solamente usaba con sus nietos a la hora de dormir y cuando lloraban tanto como ahora Amanda lo estaba haciendo. Helena sintió la misma melancolía que su amiga, sintió que el pasar de los años y el ir adquiriendo experiencias le pesaban más y más. Derramó algunas lágrimas y por un momento, solo por un momento, deseo estar de nuevo en aquellas épocas doradas en donde todavía eran unas niñas y podían soñar con todo lo que quisieran, donde el amor era solamente una ilusión a la vuelta de la esquina y en donde las penas de una muerte no eran tan regulares.
-Entonces llora si quieres llorar. No te detengas por mí. ¿Recuerdas cuando rompiste con tu primer novio? ¿Recuerdas? Las dos lloramos amargamente durante toda la noche en que yo me quedé a consolarte en tu casa. –Helena trató de reír entre sollozos. – ¡Ay Amanda! Las cosas se aprenden con el pasar de los años, con las experiencias que la misma vida nos va dejando. Has educado bien a tus hijos, se han convertido en personas hechas y derechas. Nicolás estaría más que orgulloso de ti. Lo sé.
A Amanda se le borró aquel pesar de su rostro por unos momentos. Agradeció silenciosamente las palabras de aliento que su amiga le había dicho y la abrazó
-Ahora te toca a ti vivir la vida. Ya diste lo mejor de ti para ellos, ahora solo sé que debemos disfrutar de esta edad que, a mi parecer, es hermosa ¿No lo crees? –Helena sonrió tranquilamente, en sus ojos se vislumbraba un brillo especial combinado con una impaciencia de hacer muchas cosas. Amanda sabía que algo estaba planeando, además de su reunión en su restaurante favorito.
-Helena… -Amanda se calló unos instantes pero no por no tener nada que decir. Sentía tantas cosas que no sabía cómo expresarlas, como utilizar las palabras correctas, como agradecerle a su amiga que con esas simples pero significativos consuelos le dieran un pequeño empujón que necesitaba para andar por el largo camino que le quedaba por recorrer.
Cuando se está a punto de cumplir los 63 años, uno no sabe a qué o a quien más dedicarse.
 Amanda abrazó fuertemente a Helena y esta le correspondió el gesto. Minutos después emprendieron camino hacia su restaurante favorito, a tomar un cappuccino caliente para Helena y un café de olla para Amanda con galletitas de miel. Amanda pudo reír sin sentir que el llanto se le atoraba en la garganta. Por primera vez en su vida sintió que toda esa felicidad del momento era solo para ella y para su amiga. No había nada ni nada más ni menos. Helena y Amanda encontraron ese rincón solo para ellas en donde se podían sentir ellas mismas, donde las penas y las tragedias no ocupaban la primera plana en sus vidas que consideraban propias de una novela.
Eran las tres de la tarde cuando ellas se habían encontrado en la calle, por primera vez, después de tanto tiempo sin saber una de la otra. Eran las tres de la tarde cuando Helena pasó a la casa de Amanda a recogerla y la consoló en su admitida tristeza y soledad. Eran las tres con treinta minutos cuando llegaron al restaurante y ordenaron sus cafés favoritos y  a partir de ahí las amigas juraron jamás volver a separarse y dejaron que el tiempo continuara su rumbo apresurado con ellas a cuestas.
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Foto del autor María Santiago
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Descripción

Esta historia la escribí como parte de una evaluación para un Taller de Lecto-escritura al que asistí hace ya varios meses. Espero que sea de su agrado y sigan dejando sus comentarios y opiniones. He dejado mi página muy abandonada pero ando trabajando en más proyectos así que pronto me verán subiendo más historias. :) Gracias por darse un tiempo leyendo y comentando mis textos.

Palabras Clave: café amistad tiempo.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



Comentarios (1)add comment
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Elvia Gonzalez

HERMOSO TEXTO, Y MUY REAL, DE LO QUE NOS SUCEDE CUANDO TERMINAMOS CON LA ÉPOCA DE LOS HIJOS Y TOMAN SU PROPIO CAMINO. Y AUNQUE MUCHAS VECES SE TIENE EL MARIDO, HAY UN VACÍO MUY DIFÍCIL DE LLENAR Y DE CAPTARLO HASTA QUE SE CAE LA FICHA, ME GUSTO MUCHO
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September 12, 2013
 

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