Venganza.
Publicado en Feb 17, 2020
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Tenía yo 11 años y desarrollaba una incipiente y muy particular personalidad que, vista desde mi perspectiva actual, afortunadamente, en mi adolescencia cambió.
 
Por aquel entonces alternaba de igual a igual con la contingencia masculina que me rodeaba, tanto en el barrio como en mi lugar de estudios y ello sumaba a mi agrado, en consecuencia, muchas de las simpatías del grueso compuesto por mis amigos de barrio y mis compañeros de escuela.
 
Pero en la otra parte tenía una enemiga, la chica hermosa, carita de porcelana, de modales refinados y eternamente vestida con lucida pulcritud; la que comandaba al segmento restante de ese universo aun infantil al que ambas pertenecíamos. Tenía un año de edad más que yo y me odiaba por ser –según ella--“ una marimacha”. Ese sentimiento suyo, coincidentemente,  yo también lo tenía hacia ella, porque detestaba su actitud farsante que jamás soporté.
 
Un día ella tuvo la mala ocurrencia de cruzar la línea de la odiosidad cuando injustamente me acusó, con cercanos a mi familia, de haber visto besándome con uno de los chicos de mi escuela en circunstancias y lugar inadecuados. Para una niña de once años como yo, en esos tiempos, era una imputación muy desagradable y no aceptable para la gente mayor y eso significó que al saberlo mis padres recibí de ellos una ácida reprimenda y una grave amenaza de restringir varios de mis privilegios si dicha imputación volvía a ser oída por ellos.
 
No adopté demasiados esfuerzos para negar la acusación, porque más que fijarme en la falsedad de la acusacón, el hecho de conocer el origen de la fuente hizo que mi pensamiento se concentrara exclusivamente en una venganza.
 
En la más cercana oportunidad que tuve de enfrentar a mi detestable rival, le arrojé con mucha energía duras y amenazantes palabras, y lo hice tan cerca de su rostro que salpiqué la piel de él con mi saliva. Logré así el primer efecto de mis intenciones, porque asomó sin tardanza el horror en su semblante.
 
Para el día siguiente de mi amenaza tenía ya un plan absolutamente concebido y en mi mente su realización no consideraba ninguna duda, ni reparaba, tampoco, en alguna consecuencia.
 
A la salida de la jornada de clases la seguí a corta distancia hasta su casa – que no estaba  muy lejos – y ella, mientras caminaba, se mostró estar consciente de mi presencia durante todo el trayecto: Claramente, en la prisa nerviosa de sus pasos, se le notaba el terror que la embargaba.  Fue ese,  otro de los matices que esperaba yo, para la concreción de mi venganza.  
 
Al llegar a su casa se refugió en su interior rápidamente, cerrando con fuerza la puerta de entrada y supuse que le hizo ver a su madre de mi presencia en la calle, porque ambas se asomaron por detrás del vidrio del gran ventanal que había en el frontis de su casa, seguramente para descifrar cuales serían mis próximos movimientos.
 
Me cuesta ahora reconocer la frialdad con la que fui capaz de actuar en esos instantes, pero sí estoy consciente del tenaz odio que me corroía entonces por las venas.
 
Puse mi mochila en el piso, deslicé calmadamente su cremallera, para abrirla, y busqué en su interior con mi mano izquierda ( soy zurda) la gran piedra que había seleccionado con esmero y antelación en las cercanías de mis dominios. Durante unos segundos tanteé su superficie con mis dedos, sopesando su volumen y posteriormente alcé mi brazo por detrás de mi cuerpo, adoptando una posición de tiro y sin ninguna vacilación, usé toda mi fuerza para lanzarla contra el ventanal.
 
Dispuse mis sentidos en un sádico contexto para sentir deliberadamente el patético estruendo del cristal despedazarse, chocar sus fragmentos entre sí y los mismos contra las superficies de su entorno, porque reconocía que dicho impacto contenía visos aterradores que a una víctima dicho suceso es capaz de invalidar cruelmente.
 
Por favor cierren un instante sus ojos y dispongan de toda su imaginación para recrear la desintegración y descomunal ruido de aquel cristal de casi dos metros de envergadura que se desplomó justo en frente de las cabezas de esa madre y su antipática hija…  
 
Disfruté los gritos de ambas por un momento y luego recogí la mochila para emprender cínicamente el regreso a mi casa.
 
A mi padre le costó una buena cantidad de dinero mi temeraria acción y en lo personal me significó ácidas reprimendas y severas limitaciones en mis agrados acostumbrados, pero mi interior estuvo complacido, porque obtuve con ello mi venganza y que mi enemiga aprendiera a  jamás causarme ni una sola molestia más. 
 
 
 
 
 
 
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Foto del autor juan carlos reyes cruz
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Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Personales



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