• carmen garcia tirado
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Y sé que no es fácilla soledad no elegida.Una vez lidié con ellame costó tanto hacerme su amiga.Pero recuerda que antes de estar sola yo no escribía; no olvides que tú eras la del talento cuando éramos niñas.La soledad me ha dado muchono tanto como lo que me quitó un día.Por mucho tiempo no será fáciljamás te mentiría.Pero una tarde te sentirás tranquila:leyendo un libro,preparando un delicioso bizcocho,por qué no, viendo una película.Créeme, llegará un díaen que te molesteque interrumpanesta  soledad no elegida.A mi hermana      l 
Hace más de tres meses que no entro en esta página. Durante un tiempo compartí con vosotros una historia, una parte de mí. Lo hice por capítulos y la acogida fue escasa. Yo comprendía la dificultad de seguir una historia de esta manera, por entregas, también era consciente de que se trataba de una historia personal e intimista, no de masas. A pesar de la poca aceptación continué publicando hasta el final. Hoy he comprobado que el capitulo 1 de “Diez meses” suma 94 lecturas y el último 25 entre medias, las cifras varían, pero han  subido desde la última vez que pasé por aquí. Entre el primer capitulo y el último se han quedado muchos lectores por el camino, puede ser porque la historia no ha conseguido mantener el interés, pero si fuera por la dificultad del formato quiero confesaros algo:  “Diez meses” se publicó en 2009, pero todavía puede encontrarse en algunas librerías:  Diez meses. Editorial Atlantis. Autor María del Carmen García Tirado www.amazon.es www.elgusanitolector.com www.libros-antiguos-alcana.com
43 Después de callejear durante un rato por el barrio, Alicia se encontró en las inmediaciones de la catedral, ya libre de obras, y se sentó en un banco de piedra a cierta distancia del monumento. Curiosos, fieles y turistas se concentraban delante de la entrada principal del templo. Alicia miró su brazo desnudo y sonrió al comprobar que no llevaba puesto el reloj. A pesar de los tres meses transcurridos desde que renunció al trabajo, seguía gozando de su recuperada libertad como el primer día. Mañana estaría nuevamente sujeta a un horario, pero hoy todavía era libre de administrar el tiempo a su antojo. A pocas horas para la inauguración de la tienda, eran muchos los detalles que aún quedaban por concretar y, sin embargo, estaba tranquila. Confiaba, no en el éxito del negocio, sino en su capacidad para convertir en realidad lo que empezó siendo una imagen borrosa; confiaba en su inteligencia que, estimulada por un futuro incierto, se afanaba en resolver problemas proporcionando alternativas y suministrando soluciones con una fluidez que no dejaba de asombrarla; confiaba, en definitiva, en que si había superado aquel prolongado invierno sería capaz de superar cualquier cosa. Claro que no siempre se había sentido así, segura y confiada. Acudir de una oficina a otra recabando información, cumplimentar trámites administrativos, vender su idea en el banco, dar con un local apropiado, bien situado, no muy grande, pero con espacio suficiente para exponer los productos… Todo era tan complicado y extraño que en más de una ocasión su mente temerosa quiso rendirse. Pero, por entonces, ya había aprendido a diferenciar su verdadera voz; aquella que no atendía a razones, ni entraba en discusión con ella, ni admitía replica, del ruido de fondo que intentaba silenciarla, y se negó a escuchar. En aquellos días la galería se transformó en una asesoría donde Pedro supervisaba los pasos que iba dando. Descendieron de la literatura a los negocios, palabras que jamás había escuchado se hicieron frecuentes en su vocabulario, hasta que un día dio por concluida la primera fase de su sueño. Lo que vino después fue más grato: volver al pueblo y recorrer la comarca para reunirse con los posibles proveedores con los que Antonio, el primo de Amalia, le había puesto en contacto. Ya sólo faltaba decorar el local, tarea para la que requirió la ayuda de Elena. Implicarla en el proyecto fue la manera más eficaz que encontró de acallar sus temores. Mañana sería oficial. Iniciaba una nueva vida a treinta minutos en autobús de la antigua. Desde un principio supo que no era una distancia insignificante. Había empleado mucho tiempo y esfuerzo en recorrerla, pero había merecido la pena. Dominaba la más difícil de todas las convivencias, la de vivir consigo misma, atrás quedaba la angustia de despertar una mañana sin encontrar una razón para levantarse y, día a día, adoptaba una actitud positiva que, paulatinamente, iba menoscabando la tristeza a la que se había abandonado. Más fortalecida, con una ilusión y el deseo inquebrantable de seguir adelante, se enfrentaba al presente. Y el presente pasaba por regresar a la tienda. El letrero que aludía a la fabricación propia del contenido del escaparate la atrajo más que los dulces que en él se exhibían. Se volvió hacia la catedral. La vetusta puerta se había abierto colmando las expectativas de las personas que aguardaban junto a ella. Acercó la cara al escaparate. Si además de pastelería era también cafetería, no le quedarían dudas. Se dirigió a la única mesa que daba a la calle, convencida de que sería la que hubiera escogido Pilar de estar allí. –Tiene que levantarse. Envuelta en una nube de vapor, una mujer vestida de blanco ordenaba platos y tazas a toda velocidad. – ¿Cómo dice? – preguntó Alicia. –Tiene que pedir aquí lo que vaya a tomar. –Tomaré tarta de manzana – dijo Alicia sin detenerse en el tentador surtido del escaparate. Le costó tragar el primer trozo. Con su muerte, Pilar le había proporcionado el impulso definitivo para cambiar su situación. Se despidió de ella como tantas veces, escuchando de pasada sus lamentos y sus historias, como la de aquella tranquila cafetería donde merendaba cada tarde. Pilar no se adaptó a la vida que le habían impuesto, sólo se resignó. No pudo elegir, pero ella si. 44 Alicia se disponía a marcharse cuando tocaron en el cierre que permanecía a medio bajar. El anuncio que señalaba la apertura para el día siguiente estaba bien visible, pero últimamente se habían acercado algunos vecinos con curiosidad por saber qué tipo de negocio iba abrir. Antes de ver su cara, Alicia ya había reconocido a Pedro. – ¿Puedo pasar? –Te has adelantado un día – dijo Alicia haciéndose a un lado para dejarle entrar. –Mañana estarás muy ocupada y he preferido venir hoy. Alicia cerró la puerta y encendió todas las luces. –Bueno, ¿qué te parece? Pedro comenzó a pasear por la tienda bajo la atenta mirada de Alicia, que le observaba sentada en un banco de madera situado junto al mostrador. El verde de las plantas, presentes en varios puntos del local, contrastaba con el suave color de las paredes decoradas con fotografías de pueblos inmutables, poderosas montañas y una ermita solitaria. A través de su cámara, Paula había captado la belleza, la quietud, esa calma que la conquistó cuando contempló el pueblo desde la ermita, las sensaciones que no pudo explicar a Marta cuando le preguntó cómo eran las montañas. Pedro se tomó su tiempo en recorrer toda la tienda. Se detuvo a leer las vistosas etiquetas que Mario había elaborado en el ordenador y se interesó por alguno de los productos perfectamente alineados en las estanterías, no demasiado altas, de fácil acceso. Sólo se volvió a mirar a Alicia cuando descubrió un mueble de caña con libros y publicaciones donde se describían los beneficios que para la salud tenían los diferentes alimentos que allí se encontraban. Tras el exhaustivo recorrido, Pedro se sentó en el banco con Alicia. – Has hecho un gran trabajo. Estoy impresionado. –Quería que fuera un lugar agradable, y no sólo por los clientes, después de todo voy a pasar aquí mucho tiempo. –Pues lo has conseguido – dijo Pedro mirando satisfecho a su alrededor. –Ya que no vas a venir a la inauguración, déjame que te invite a un café – propuso Alicia. –Está bien. Cambiaron de acera para evitar a la gente que a esa hora salía del teatro. Pedro estaba más serio de lo habitual, o así se lo parecía a Alicia que caminaba despacio decidida a recrearse en el paseo, aunque Pedro tuviera que pararse a esperarla. –Hace frío. –Si, se acerca el otoño – dijo Pedro. Alicia se preguntó que extraño mal les asaltaba cada vez que se veían fuera de la librería impidiéndoles mantener una conversación normal. Alzó la vista más allá de los tejados. No tardó en localizarla. –Hay luna llena. –No me había dado cuenta – dijo Pedro despegando la mirada del suelo. –Si no prestas atención a lo que te rodea, te perderás muchas cosas – dijo Alicia que por fin vio algo parecido a una sonrisa en la cara de Pedro. – ¿Entramos aquí? Pedro abrió la puerta de la cafetería donde ya estuvieron en otra ocasión, pero Alicia siguió andando. –Conozco un sitio más tranquilo. El frío se hizo más intenso al llegar a la plaza. De noche, el centro cultural perdía parte de su encanto recordando a Alicia cuál había sido su fin original. –Estabas en la biblioteca el día que cogí un libro con los ojos cerrados, ¿verdad? Pedro se paró de improviso y a punto estuvo Alicia de chocar con él. Fue entonces cuando reconoció su propia incertidumbre, de tantos meses, en la mirada cansada de Pedro. –Debiste de pensar… –Que necesitabas ayuda – concluyó Pedro. Durante unos metros Alicia tomó la iniciativa en el paseo hasta llegar ante una descolorida puerta de color marrón. –Aquí es donde vivo. –Está muy cerca de la tienda – dijo Pedro mirando la puerta como si Alicia no estuviera delante de ella. –Hay algo que quería decirte desde hace mucho tiempo – dijo Alicia introduciendo la llave en la cerradura. Pedro seguía inmóvil, pendiente de cada palabra de Alicia. –El café que preparas es horrible. – ¿Tú lo haces mejor? – ¿Quieres probarlo? –Me encantaría – dijo Pedro aproximándose a la puerta.  FIN                                          
41 Era la primera vez que se encontraban fuera de la librería, una circunstancia que no pasó inadvertida a ninguno de los dos. Su conversación, siempre fluida, parecía resentirse con el cambio de ambiente, una cafetería cercana a la plaza. –Ya sabes que te pasa – afirmó Pedro. Alicia dejó de remover el café. La corriente de espuma que había formado se desplazó al centro de la taza. –No he sido capaz de llamar a la puerta. –Es normal sentir miedo cuando nos enfrentamos a una situación desconocida. Tú puedes vencerlo, lo has hecho antes. Alicia le miró extrañada sin saber de qué estaba hablando. – ¿Cuánto hace que nos conocemos? ¿Un año? –Diez meses – respondió Alicia. Pedro bajo el tono de voz como si quisiera preservar sus palabras de la curiosidad ajena. Algo innecesario pues, a excepción del camarero, no había nadie más en la cafetería. –Durante todo este tiempo he visto muchas veces el miedo en tu mirada, pero la curiosidad era mayor en ella, y ese querer saber es la mejor garantía de que no cejaras hasta encontrar el modo de sentirte en paz. Alicia respiró profundamente. ¿Por qué no podía ella ver lo mismo que Pedro? ¿Y si miraba en su interior sólo hallaba rabia y decepción por no haber tenido el valor de renunciar a su empleo? – ¡Vámonos! – dijo Pedro apurando el café. – ¿Adónde? –A dar un paseo, ¿no dices que andar te ayuda a pensar? – ¿Recuerdas todo lo que digo? – dijo Alicia apartando su taza. –Casi todo. Caminaron despacio, ignorando el arriesgado color que adquiría la tarde. Al llegar a la plaza, Pedro rompió el silencio que nuevamente se había creado. – ¿Sabes quien no tiene miedo? –El que no se pone a prueba. Pedro sonrió relajado. – ¿Y si sale mal? – preguntó Alicia. –Tendrás que empezar de nuevo. –Eso no me ayuda – protestó Alicia. La amenaza de tormenta se materializó en forma de gruesas y espaciada gotas que rápidamente humedecieron el suelo. En lugar de ponerse a cubierto, como ya habían hecho los niños y las palomas que aquella hora habitaban la plaza, Pedro y Alicia se pararon junto a la valla verde que acotaba la zona infantil. –Hagámoslo a tu manera – dijo Pedro. – ¿Hacer qué? –Fantasear. – ¿Cómo has dicho? – dijo Alicia simulando no haber escuchado la palabra que meses atrás originó el primer y último desencuentro entre ellos. –Imagina – dijo Pedro sonriendo –que mañana vas a trabajar a tu tienda. ¿Cómo te sentirías? ¿Qué pasaría? Tras la sorpresa inicial, Alicia aceptó el experimento que Pedro le proponía. –Hablaría con la gente de las molestias que ocasionan las obras – dijo Alicia –, de lo revuelta que se presenta la primavera… La mirada de Alicia se encontró con la de Pedro animándola a continuar. –No me despertaría cada mañana deseando que la primera parte del día ya hubiera transcurrido; no estaría, permanentemente, consultando el reloj, corriendo de un sitio a otro con la sensación de que no hago nada bien; nunca llegaría a casa tan cansada como para olvidarme de comer; pero sobre todo, no me dormiría anhelando una vida diferente. Pedro carraspeó dos veces antes de hablar. –No sé que más te puedo decir. Alicia observó aquel semblante serio, casi severo, en el que ella había descubierto una ternura infrecuente. –Vete ya. Está lloviendo y se hace tarde. – ¿Estás bien? – se interesó Pedro. –Si, gracias. Alicia sonrió ante el gesto de contrariedad que apareció en la cara de Pedro. No le gustaba que le diera las gracias, y aunque ahora apenas lo hacía, en ocasiones no podía evitarlo. Aguantando la lluvia, le vio alejarse por el mismo camino que, minutos después, tomaría ella para volver a casa.  42 Fue apagando luces hasta llegar a la habitación. Al abrir la ventana, el visillo voló sin control ocultando la pila de libros que crecía en paralelo a la mesilla. La tormenta había refrescado el ambiente y Alicia sintió frío, pero deseaba escuchar el sonido de la lluvia que caía sin fuerza, después de los excesos de esa tarde. También ella estaba cansada, sin embargo, todavía le quedaba una cosa por hacer antes de poder cobijarse dentro de la cama. Si no quería que el día terminara en un rotundo fracaso tenía que ser capaz de sacar algo positivo de lo ocurrido. Cogió el diario, semioculto bajo el visillo, y comenzó a leer la última página. Todo era optimismo y determinación. ¿Qué había pasado? Retrocedió un día más. Aunque firme, su decisión de renunciar al trabajo, dejaba entrever algunas dudas. Se remontó una semana en el tiempo. Allí estaba el miedo, recogido en unas descuidadas palabras de gran tamaño. Miró la fecha. Era el día del cumpleaños de Marta. Con la niña dormida a su lado, recogió atropelladamente la conversación con Elena. El sentido común de su hermana le había afectado más de lo que pensaba. Se había propuesto dividir el miedo en situaciones concretas que pudiera desmontar o, al menos, contemplar con la mayor objetividad posible. Le parecía una buena idea que llegaba con una semana de retraso. A pesar de todo decidió ponerla en práctica, convencida de que no le faltarían oportunidades para comprobar su efectividad. Más animada se dispuso a enfrentarse a su miedo de manera consciente, pues las otras veces en que, según Pedro, lo había hecho continuaban siendo una incógnita para ella. Acarició la tapa del diario. Pedro no podía tener más información de la que guardaban aquellas páginas. Eran más de las tres de la madrugada cuando dejó de leer, cuando tomó plena conciencia del incierto camino que había recorrido desde que acudió a la biblioteca empeñada en poner nombre a lo que estaba sintiendo. Aceptar que María había salido de su vida fue la etapa más dolorosa del camino. María formaba parte de todos sus recuerdos, pero los recuerdos y la costumbre no bastaban para sostener una amistad en la que no había hallado consuelo, fallaba la comunicación y no existía  complicidad. El miedo a perder a su mejor amiga la mantuvo durante años en una amistad que no aportaba nada a ninguna de las dos. El previsible final, del que ya no se consideraba responsable, había supuesto un descanso no exento de nostalgia. El tramo más inquietante de aquel viaje lo inició en el hospital, cuando creyó encontrar similitudes entre la enfermedad que padecía Susana y el proceso que ella estaba viviendo. Tenía miedo, pero seguía viendo a Susana. El periodo de tranquilidad, que también lo hubo, se produjo durante las vacaciones. Las páginas escritas en ese tiempo no se correspondían con el número de días que había pasado en el pueblo. Pocas reflexiones, menos preguntas y ningún análisis. Su mente rechazaba todo esfuerzo en ese sentido. Admitía, en cambio, la soledad, en otro tiempo temida, el silencio y la inactividad. De este plante surgieron algunas certezas. Su estabilidad no podía depender de la presencia de una persona, ni limitarse a un espacio concreto, por muy especial que éste fuera. Después de repasar aquellos meses tan convulsos se dio cuenta de que quedaba muy poco de la desesperación de las primeras páginas. Los altibajos, como el que había sufrido hoy, se distanciaban en el tiempo, pero con idéntica capacidad para alterarla. Si en lugar de enfrentarse a ellos los observaba, perdían fuerza. Acababa de iniciar un camino que, con toda probabilidad, no concluiría nunca. Si alguna vez llegaba conocerse por completo significaría que no existía posibilidad de progresar, de crecer, de aprender.                          
39 Demasiado tiempo libre para pensar, anotó Alicia mentalmente, en la lista de los inconvenientes de trabajar de noche. Recrear el pueblo en la ciudad. Al principio la idea le pareció tan disparatada que no se molestó en evitarla, convencida de que desaparecería por si sola. Su pasividad la hizo fuerte. Bien asentada, la idea se adueño de las noches de guardia. En esas horas eternas, la mimó y le dio forma, moldeándola hasta casi parecer sensata. Si lo era o no, lo sabría en breve, se dijo, empujando la puerta de la librería. Si a Pedro le sorprendió ver aparecer a Alicia a primera hora de la mañana no lo demostró. Después de interesarse por cómo se encontraba, siguió leyendo el periódico que tenía extendido sobre la mesa. Alicia se sentó al lado de Pedro removiendo el líquido marrón con el que pretendía contener el sueño. – ¿Te ha dicho Luís que han llegado los libros que encargaste? –Si – dijo Alicia. –Es una obra muy interesante para comentarla en grupo – dijo Pedro sin desviar la mirada del periódico. Alicia le observó conteniendo la risa. Ella no le había hablado del taller de lectura, pero no le extrañó que Pedro lo supiera. –Hoy no quiero hablar de libros. – ¿Y de qué quieres hablar? – ¿Recuerdas el tarro de miel que te di en navidad? –Si, estaba muy buena. –Regalé parte del paquete que me envió Amalia. La reacción de Pedro fue mínima. – ¿Sabes cuánto hubiera ganado de venderlo? – se impacientó Alicia. El periódico perdió la batalla que mantenía con Alicia por acaparar el interés de Pedro. – ¡Es un negocio! – dijo Alicia. – A ti te ha gustado la miel, a María el licor, en el trabajo han triunfado los dulces. – ¿Me estás diciendo que quieres abrir una tienda de alimentación? – ¿Te parece una locura? –Para saber si la idea que tienes en mente es viable, necesitas un proyecto de empresa– los ojos de Alicia se abrieron definitivamente sin necesidad de terminar el café– Es un documento que comprende un estudio económico y financiero, calculo de ventas, recursos humanos… –Pero, ¿cuál es tu impresión?– le interrumpió Alicia. Pedro se levantó y comenzó a caminar por la galería. Permaneció en silencio más tiempo del que Alicia se veía capaz de soportar. –Productos naturales – dijo al fin – de calidad y con una presentación atractiva… Me gusta. – ¿Si? – dijo Alicia poniéndose en pie. – ¿Lo has pensado bien? – preguntó Pedro volviendo a sentarse e indicando a Alicia que hiciera lo mismo. – Vas a abandonar tu profesión. Tienes que estar segura. –Lo estoy – afirmó Alicia. –Quiero que lo pienses más. – dijo Pedro atajando con la mirada la objeción que preparaba Alicia –Cuando estés convencida de que eso es lo que quieres hacer, te ayudaré en lo que pueda. Alicia no insistió. El apoyo de Pedro bien valía algunos días más de reflexión.  40 Alicia pensó que el cumpleaños de Marta era el día perfecto para escuchar las objeciones de Elena cuando le contara el cambio que proyectaba dar a su vida. Se encontraría de buen humor y muy ocupada para entrar en detalles. Pero, con la fiesta iniciada ya no estaba tan segura. A Marta no le parecieron suficientes las cinco invitaciones que le dio su madre para que las repartiera entre sus mejores amigos, y después de varios días de negociaciones consiguió aumentar el número de invitados a ocho. A las seis de la tarde se presentaron diez niños, todos tímidos, serios y silenciosos, durante los primeros veinte minutos. Finalizada la tregua, los juegos y carreras invadieron la casa ante la impotencia de Elena que procuraba establecer un difícil equilibrio entre poner orden y no arruinar la fiesta de Marta. Tan agobiada veía a Elena que decidió dejar la conversación para otro día. Se refugió en la cocina, lejos del bullicio, y se puso a fregar la vajilla amontonada en el fregadero. Entregada a sus pensamientos no advirtió la presencia de Elena hasta que ésta depositó un montón de cubiertos sobre los platos que estaba fregando. Quería disfrutar del fin de semana, despreocuparse, y no podría hacerlo del todo si no dejaba resuelta aquella conversación con su hermana. Cerró el grifo y, secándose las manos con un paño, se sentó en un taburete. Elena se afanaba en un sin fin de pequeñas tareas, trasladar a un plato la tarta que había sobrado, limpiar la mesa, cambiar la bolsa del cubo de la basura. ¿Qué pensaría si le contaba cómo se sentía realmente? Atrapada en una vida con la que ya no se identificaba. No lo intentó. Se limitó a exponer su sueño como si se tratara de un cambio de trabajo sin más. – ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? –Nadie. – ¿Crees que vas a trabajar menos? –Estoy convencida, pero esa no es la razón por la que quiero dejarlo. –Siempre te ha gustado cuidar a la gente, eres cariñosa y se te da bien. –No puedo cuidar a nadie más. – ¿Por qué? ¿Ha pasado algo en el trabajo? Alicia miró hacia el pasillo, convertido en una pista de carreras, pero no Elena que esperaba una respuesta. –Hay muchos trabajos que se pueden hacer sin ilusión, desde la desgana, pero este no. Yo no quiero hacerlo así. – ¿Ya lo has decidido? –Lo estoy pensando – dijo Alicia recordando el compromiso que en ese sentido había adquirido con Pedro. –Un negocio es muy arriesgado, y más sin tener experiencia. Podrías trabajar con María una temporada, es posible que más adelante quieras volver a tu trabajo. – ¿Me ves haciendo seguros? –No sé cómo te veo – dijo Elena ocupando el sitio de Alicia en el fregadero. –He cambiado. No puedo seguir atada a una decisión que tomé cuando tenía quince años. –Quizá no era el mejor momento para tomar decisiones. – murmuró Elena. –No me arrepiento de la decisión que tome. Entonces era lo que necesitaba hacer – dijo Alicia. –Ese hombre… –Pedro – apuntó Alicia. – ¿Ese hombre te va ayudar? –Si – dijo Alicia volviendo a coger el paño que había dejado encima de la mesa. –Él debe saber cómo se lleva un negocio. –Mantener una librería, en estos tiempos, no deja de tener merito – dijo Alicia comenzando a secar los cubiertos. El leve moviendo de cabeza que precedió a las palabras de Elena, pasó desapercibido para Alicia. –Será mejor que vaya a vigilar a los niños. La tarde mejoró con la llegada de Miguel. Sin alterarse, logró mantener entretenidos a los niños hasta que sus padres fueron a recogerlos. Cuando despidió a sus invitados, Marta fue a su habitación y regresó arrastrando una mochila de color rosa de donde sobresalía la cabeza de una muñeca con el pelo, de lana, recogido en dos coletas. –Tía, ¿nos vamos ya? – ¿Seguro que quieres llevártela todo el fin de semana? El desafortunado comentario de Elena provocó la aparición de dos levísimas arrugas entre las cejas de la niña. – ¡Claro que si! – dijo Alicia. –Ese es su regalo de cumpleaños.          
37 La encargada ya le había advertido que Pilar llegaría tarde, pero cuando dieron las doce de la noche, Alicia dio por supuesto que no regresaría hasta el día siguiente. Por eso se sobresaltó tanto cuando a la una y media de la madrugada sonó el timbre de la puerta principal. Tal vez fuera lo inusual de la hora o que su capacidad de comprensión se estaba agotando por lo que Alicia se dirigió a Pilar, ignorando las torpes explicaciones con las que su hijo intentaba justificar aquel retraso. – ¿Cómo lo ha pasado? –Muy bien, pero estoy un poco cansada. –Enseguida estará en la cama – dijo Alicia haciéndose cargo de la silla de ruedas. El hijo de Pilar se despidió con un beso y un « hasta el sábado». Alicia le vio subir a un coche oscuro aparcado en plena acera. Mientras esperaban al ascensor, Alicia se fijó en los pies hinchados de Pilar. Con cuidado le quitó los zapatos y los dejó en su regazo, sobre el vestido nuevo en el que iba embutida. –Tengo el cuerpo revuelto. – ¿Ha comido mucho? – preguntó Alicia empujando la silla de ruedas por el pasillo tenuemente iluminado. –Estaba todo tan bueno… – se justificó Pilar. –Le prepararé una manzanilla – dijo Alicia sonriendo. Nada más entrar en la habitación, Pilar empezó a revelar los pormenores de la boda de su nieto. Estaba feliz y Alicia nunca la había visto así. Aquella noche se demoró en su trabajo todo lo que supo. Con Pilar acostada, la noche recuperó la calma. Cuando ya no sabía cómo ahuyentar el sueño, salió a la terraza. La calle que en unas horas estaría saturada de tráfico, permanecía en completo silencio. Susana solía decir que de noche era cuando mejor se trabajaba, sin tener que calcular el tiempo que podían dedicar a cada anciano. Con ser cierto, ella estaba deseosa de concluir la sustitución que la había obligado a realizar el turno de noche. Por mucho que durmiera durante el día no conseguía estar plenamente despejada. Se sentía apagada, sin energía. Una sensación muy parecida a la que transmitía Susana. No la convenía aquel horario, su cuerpo se lo decía a gritos, y de un modo más suave, con sólo detenerse a escuchar, otras muchas cosas. La voz no había desaparecido. Estaba presente en el alivio que sentía cuando abandonaba el trabajo, en la paz que experimentaba en la galería, en la frustración con la que finalizaban los encuentros con María. La voz siempre había estado ahí, guiándola en cada paso que daba.  38 –Si estuviéramos en una sala de exposiciones tendríamos en cuenta la altura y la distancia entre las fotografías, por no hablar de la luz – dijo Paula elevando las cejas. – Pero aquí nos limitaremos a que estén derechas y a colocar todas las que podamos. –De acuerdo – dijo Alicia riendo. No sólo las aulas, también las paredes estaban muy solicitadas en el centro cultural. La segunda planta exhibía las acuarelas de un joven artista del barrio, en la primera una serie de carteles de cine clásico amenizaba los pasillos y en la planta baja pronto se podrían ver las fotografías de Paula. El vestíbulo era el espacio más modesto que ofrecía el antiguo hospital a quienes querían dar a conocer su talento. Las fotografías tenían que sortear dos puertas, un extintor y el tablón de anuncios, sin contar con una deficiente visibilidad debido a la escalera. Con todo, no dejaba de ser una oportunidad de comprobar la aceptación de la gente en su doble condición de público y protagonista de la exposición. Un indigente ignorado, una pareja entrelazada en el césped, una chica leyendo en un café, un niño asombrado, una mujer dejándose ver. Situaciones cotidianas convertidas en acontecimientos; así eran las escenas capturadas por la cámara de Paula cuando era ella la que decidía dónde estaba la noticia. –Casi he sentido que esta semana sea una novela la lectura del taller. Fue muy divertido preparar la obra de teatro – dijo Paula. –Claro, te quedaste con los personajes que menos hablaban – dijo Alicia nivelando una fotografía. Paula soltó una carcajada. Alicia se apartó unos pasos de la pared para apreciar mejor las fotografías. –Tienen mucha fuerza. –Hay que cambiar algunas de sitio – dijo Paula. – ¿Por qué? – ¿No lo ves? Alicia no veía lo que a Paula parecía tan evidente. –Has agrupado las fotografías amables y quiero que se sucedan las emociones, amor y pesar, indiferencia y afecto ¿comprendes? Alicia asintió, mientras presenciaba como Paula alteraba la secuencia de imágenes poco efectista que, sin pretenderlo, había dispuesto. Había acumulado instantes felices, y la felicidad, tal y como se mostraba en las fotografías, era humilde y discreta. Una joven inmóvil observando el curso de un río, la misma mujer entablando, como una adolescente, un juego de miradas con un extraño, eran escenas que de haberse producido en la ciudad, ahora podrían formar parte de la armonía que, de manera inconsciente, había creado.                                            
35 Lo primero que encontró Alicia al romper el precinto de la caja fue una colección de cuentos inacabada. No conservaba muchas cosas de su infancia, pero aquellos libros le habían abierto las puertas de un mundo fascinante capaz de hacerla reír, pensar, emocionarse y soñar cuando la realidad se hacía insoportable. Los dejó a un lado en el suelo. Sacó más libros de la caja. Algunos la sorprendían felizmente, en otros no se reconocía. El libro que le interesaba pertenecía a los segundos. No lo había comprado por iniciativa propia. Era una de las muchas lecturas impuestas en su época de estudiante. En aquel tiempo lo leyó con urgencia, asignando un determinado número de páginas a cada día. En esta ocasión le daría un trato más digno. Abrió el libro por la página en la que se detallaban los personajes y los repartió, mentalmente, entre Paula y ella. Devolvió al interior de la caja los libros que pensaba conservar, antes de vaciar la segunda. El joyero de su madre y una fotografía en la que Marta y ella sonreían con cara de frío en el parque, encontraron sitio en su habitación. Despegó de un álbum de fotografías una de la familia al completo. Tendría que comprar un marco en tonos claros que no desentonara en el salón.  Con alguna excepción, regalos y adornos fueron al fondo de una bolsa negra. Se trataba de organizar el pasado, no de recrearlo, se repitió, antes de hacer frente a una nueva caja. 36 Alicia seguía con una sonrisa las evoluciones del pequeño que, en un intento por no perder altura, agitaba enérgicamente las piernas tratando de imitar los efectivos movimientos que a su lado elevaban a su hermana muy por encima de él. –Laura ha crecido mucho desde la última vez que la vi – dijo Alicia. –No le ha quedado más remedio. La respuesta de Susana sorprendió a Alicia que, con su comentario, sólo pretendía hacer alusión a la estatura de Laura. Las palabras de Susana dejaban entrever que su estado estaba afectando, de un modo u otro, a todos los miembros de la familia. Ya durante su visita al hospital se hizo evidente el desasosiego que le producía hablar de este asunto. El sentimiento de culpabilidad que le confesó entonces podría haber ido a más si pensaba que los niños estaban sufriendo con aquella situación. –Está muy alta para su edad –matizó Alicia. –Si, muy alta – repitió Susana. Entre risas, Laura rescató al pequeño Daniel del neumático que hacía las veces de columpio, donde había quedado atrapado. –Si consigo superar esta enfermedad será por ellos – dijo Susana mirando a Alicia con toda la intensidad de que era capaz. Alicia quiso decirle que explorara en su interior, que tratara de entender, que el conocimiento disiparía la oscuridad; pero no lo hizo. Qué sabía ella del poder que proporcionaban los hijos. – ¿Cómo te va con el nuevo tratamiento? –Todavía es pronto para saberlo. Alicia seguía esperando ver una mejoría, detectar algún indicio, por pequeño que fuera, de que Susana avanzaba en su proceso de recuperación. Pero los cambios que percibía quedaban limitados al físico. Había ganado más peso del que necesitaba. Su cara, más llena, continuaba igual de pálida e inexpresiva, en tanto que el pelo recobraba su color original, un castaño oscuro, inédito para Alicia. Tampoco hablar era más fácil. – Se está bien aquí. –Hay demasiada gente – respondió Susana. No llegaban a diez las personas que disfrutaban en el parque de la soleada tarde que ponía fin al mes de abril. Tres ancianos se apretaban en un banco cerca de una de las pocas fuentes que debían de  quedar en la ciudad. En los columpios dos niñas daban vueltas sobre si mismas enrollando las cadenas que sujetaban los neumáticos para después girar en sentido contrario hasta recuperar la posición original. Con Daniel sentado entre sus piernas, Laura se lanzaba por el tobogán sin olvidarse de mirar, de cuando en cuando, a su madre. –La próxima vez traeré a Marta. Creo que se llevara bien con Laura – dijo Alicia. – ¿Cuántos años tiene? –Pronto cumplirá siete. – ¿Has encontrado su regalo perfecto? Alicia miró a Susana, admirada de que recordara la última conversación que tuvieron antes de su ingreso en el hospital. –Lo he encontrado esta tarde – dijo Alicia deteniendo con su mano el movimiento incesante de las  de Susana.          
33 Desafiantes, silenciosas, salpicadas de pueblos, las montañas aparecieron ante Alicia más imponentes que nunca. Agradecida por proporcionarle la imagen más perdurable del viaje, se volvió hacia Amalia para comprobar que no estaban solas en la terraza. Sentado a una mesa, en la que se apreciaban restos de un contundente desayuno, un hombre estudiaba un mapa con el que tapaba parte de su cara. Lo que quedaba al descubierto, un rostro delgado con una barba incipiente, le interesó, y eso era más de lo que había sentido cuando aceptó la cita preparada por Elena. La única que había tenido en dos años. Dando la espalda, parcialmente, a las montañas, se sentó de cara al joven turista. Situó su origen lejos de la comarca. Ningún hombre de los alrededores saldría a la calle con unos pantalones como los que él llevaba. A rayas, de infinitos colores y fabricados con una tela rígida semejante a la de las cortinas que colgaban en muchas de las puertas del pueblo. Cuando finalmente dobló el mapa, no pudo determinar si sus ojos eran azules, verdes o una mezcla de ambos colores. Pensó en él aquella noche, en las sensaciones recobradas, en que no haría nada por silenciarlas. Resignada, encendió la luz. Era la primera noche que le costaba dormir desde que estaba en el pueblo. No le sorprendía. Pronto recuperaría el dolor de cabeza, ya creía sentir cierta rigidez en el cuello, el cinturón y el cansancio en los ojos. Era inevitable. Pero no renunciaría, tan fácilmente, al atisbo de equilibrio que había conquistado en estas vacaciones. Su intención era conservarlo el mayor tiempo posible. Los periodos de mayor tranquilidad los había alcanzado al borde del río y contemplando el pueblo. Ver montañas en la ciudad quedaba descartado; el río no, pero detenerse en medio del tráfico para ver una balsa de agua estancada no era una imagen muy apropiada con la que relajarse. Caminar sí la ayudaba. El paso rápido con el que iniciaba las caminatas a la salida del trabajo se convertía al poco tiempo, en un paseo con el que disfrutaba cuando lograba concentrarse, exclusivamente, en él. También la calma había asomado ayudando a Amalia a arreglar las macetas y acondicionando el patio con vistas a la primavera. En su balcón no cabrían más de dos macetas, tres a lo sumo si eran pequeñas. Suspiró. Iba a necesitar mucha imaginación cuando regresara a la ciudad. Dobló la almohada bajo la cabeza y cogió el libro. Tiró del impreso que marcaba la página donde interrumpió la lectura esa misma mañana. Posado sobre un montón de libros un búho la miraba. Introdujo el papel en una página al azar. Pero la enigmática mirada persistía y liberó el papel. El ala izquierda del búho señalaba dos números de teléfono. Debajo de los números, tres palabras que, en la librería esperando a Pedro, no tenían sentido. 34 – ¿Quién va a romper el hielo? Durante unos segundos ninguno de los presentes se dio por aludido. Finalmente, fue  el más joven de todos quien comenzó a hablar. Alicia recordó su presentación. Se llamaba Eduardo y estudiaba primero de sociología en la universidad. Inscribirse en el taller de lectura era una manera de obligarse a leer fuera del ámbito de los estudios. –Básicamente, el libro trata del transito de la adolescencia a la edad adulta. Arturo, el protagonista, se resiste a crecer, pues eso supone aceptar responsabilidades y enfrentarse a los problemas que conlleva madurar – dijo Eduardo reclinándose un poco más en el sillón. Alicia miró uno por uno a los demás integrantes del taller de lectura y pensó que formaban un grupo variopinto e interesante, si bien más reducido de lo deseable para poner a prueba los iniciales conocimientos de un aspirante a sociólogo. – ¿Alicia? Alicia sonrió a Victoria, la organizadora del taller, con quien hacía  dos semanas había hablado por teléfono. “ El taller de lectura no se va a celebrar”, escuchó, decepcionada, cuando recién llegada del pueblo y sin saber cuánto tiempo llevaban los impresos en el mostrador de la librería, marcó uno de los números para informarse. “Necesitamos veinte personas para que nos cedan un aula en el centro cultural, y contigo son ocho los inscritos”, continuó diciendo la voz modulada que en ese instante la invitaba a intervenir. –No estoy de acuerdo en que Arturo no quiere enfrentarse a los problemas o que evita sus responsabilidades – dijo Alicia mirando a Eduardo – Creo que a lo que se resiste es a abandonar sus sueños e ilusiones. Si eso es crecer, él no quiere hacerlo. –Soy de la misma opinión. Alicia se volvió hacia el profesor jubilado y se encontró con la mirada de Mario, un informático reconvertido en taxista. Así condensada, la historia de aquel hombre de treinta años podía parecer chocante, pero Alicia intuía un laborioso proceso detrás de aquella decisión. –A lo largo de toda la obra planea la idea, la necesidad diría yo, de conservar la utopía como motivación… –Perseguir lo imposible. ¿Adónde nos lleva eso? La mujer que había interrumpido al viejo profesor era Teresa. Su presentación se extendió a otros miembros de su familia, su principal ocupación durante los últimos quince años. –A intentar mejorar el mundo, empezando por nuestras vidas y la de quienes tenemos más cerca. Todos miraron a Paula. Trabajaba como reportera gráfica en la sección local de un periódico. La sonrisa que siguió a sus palabras acentuó unas prematuras arrugas en torno a sus ojos. Por espacio de dos horas desmenuzaron el libro. Detalles en los que ninguno reparó adquirieron protagonismo gracias a la mirada de Paula. El profesor dejó al descubierto los recursos y las técnicas utilizados por el autor en la elaboración de la obra, y la experiencia de Teresa esclareció las complicadas relaciones entre el protagonista y su madre. Necesitaban veinte personas que gozaran con la lectura, pero con seis fue suficiente. Victoria no hubiera podido acoger un grupo mucho mayor en su casa. –Nunca he conseguido terminar un libro de teatro – dijo Paula una vez hubo finalizado la sesión. –El fin del teatro es la representación. Es posible que escenificándolo con alguien te sea más asequible – dijo Victoria mirando al grupo que habían formado, Mario, el profesor y Alicia.                
31 Alicia bajó el volumen de la televisión, giró la estufa hacia el sillón donde dormitaba Amalia y salió de la casa sin hacer ruido. No se cruzó con nadie hasta llegar a la carretera principal. Divididas en dos grupos, seis mujeres caminaban en animada charla que interrumpieron para saludarla. Alicia devolvió el saludo. No las conocía ni sus caras le resultaban familiares pero, después de una semana en el pueblo, sabía que eso no era impedimento para desear a alguien un buen día. Pronto la dejaron atrás. De nuevo se restableció el silencio, matizado por el murmullo del río. La primera tarde que salió a hurtadillas de la salita lo hizo provista de un libro. Cuando sentada en la orilla del río se dispuso a leer, encontró más atractivo ver como fluía el agua y durante un tiempo, que no sabría precisar, sólo el rumor del agua ocupó su mente. El sentimiento de paz que la embargó fue tan intenso que había vuelto cada tarde con la esperanza de revivir la experiencia, sin lograrlo. Hoy había cambiado el libro por el diario. Quería hacer balance de su estancia en el pueblo. Su aspecto había mejorado, así lo aseguraban Amalia, el espejo del armario y los pantalones que, al fin, se mantenían por si solos en su cintura. Los objetivos sensatos que se había propuesto para este viaje se cumplían, los otros no. Aún quedaba una semana, se recordó mirando la fecha escrita en la página por lo demás en blanco. Cerró el diario, aprisionando el bolígrafo en su interior, y lo dejó sobre las piernas flexionadas que rodeó con los brazos. No tenía ganas de indagar en sus emociones, ni de identificar conflictos, allí no. El paisaje tantas veces añorado era una realidad. El río se disputaba su atención con las montañas y éstas con el azul pálido del cielo. Aceptando la quietud a que invitaba el entorno se concentró en el discurrir del agua, en cómo sorteaba los obstáculos, con naturalidad, sin entretenerse en ellos. Tampoco ella se detenía en sus preocupaciones, aplazadas en la ciudad. Sólo abandonaba el pueblo para regresar a la galería, al olor a nuevo de los libros, a las conversaciones con Pedro. Saber que Pedro estaba a cinco minutos de su casa le daba seguridad; los kilómetros que ahora les separaban, perspectiva. Tenía que haber más personas como él, con quien poder hablar de lo mucho que le había emocionado un libro, permanecer en silencio sin sentirse incomoda y mostrarse tal cual era sin recibir a cambio una mirada perpleja. Pero, dónde encontrarlas.  32 Alicia dejo de leer, cerró los ojos, intentó fijar la mirada en un punto concreto del camino, mantenerse erguida en el asiento; pero ninguno de estos remedios, rescatados trabajosamente de la memoria, conseguían aflojar la sensación de una mano estrujándole el estomago, que le atormentaba desde hacía más de una hora. Tras interrogar a Amalia acerca del trayecto que aún les faltaba por recorrer, perdió toda esperanza de que la carretera dejara de retorcerse entre las montañas. Los que no parecían resignarse con las condiciones que imponía el sinuoso recorrido eran los coches que, retenidos detrás del autocar, acechaban la carretera en espera de un tramo recto que les permitiera adelantar, en unos minutos, la llegada. A pesar de los inconvenientes del viaje no se arrepentía de haberle propuesto a Amalia aquella salida. Dudas y temores tomaban posiciones ante su inminente regreso a la ciudad y pensó que sería más sencillo ignorarlos haciendo turismo por la comarca. No, no se arrepentía de estar en aquella tortuosa carretera apretando en la mano una sudada bolsa de plástico. El sol lucía generoso, en lo que aparentaba ser un anticipo de la primavera, y al malestar que sentía le quedaban, en ese instante, quinientos metros de vida. No se equivocó. Olvidó las molestias tan pronto como vio lo que protegía la enojosa carretera. El hostal de tres plantas era la construcción más alta del pueblo. Sus diminutos balcones, repletos de flores, daban a una plaza en silencio, pese a los numerosos visitantes que deambulaban por ella. Las tiendas de artesanía se desbordaban por las calles exhibiendo alfombras, vestidos, cerámica y un sin fin de artículos incitando a los turistas a dejar constancia de su paso por el pueblo. El impulso de comprar se despertó en Alicia. Pensó en Marta y en Pedro. Aunque no confiaba en encontrar en aquellas tiendas nada equiparable a la compañía,  el afecto y los destellos de esperanza que Pedro le había regalado en estos meses. Lo mejor sería centrarse en Marta, decidió, mientras advertida por Amalia agachaba la cabeza para evitar el marco de la puerta. Resultaba difícil moverse entre tantos objetos cuando la vista aún se esforzaba en adaptarse a la semioscuridad del interior de la tienda. Los artículos que no tenían cabida en las estanterías se agolpaban en el suelo dejando un estrecho pasillo para andar. La oferta era tan variada que los impactados visitantes daban vueltas y vueltas en una continua indecisión. Alicia se paseó dos veces por la tienda antes de descubrir un arcón de madera, con remaches en hierro, que había debajo de unos llamativos vestidos. El arcón estaba abierto. Al asomarse, unió su sonrisa a la de las caritas que la miraban desde el interior. –No te encontraba – dijo Amalia. – ¿Crees que le gustará a Marta? –Es preciosa. Alicia arregló los lazos blancos que recogían en dos coletas la lana, de color amarillo,  con la que estaba confeccionado el pelo de la muñeca. –Si, pero no podrá peinarla ni cambiarle la ropa. –Es diferente. Llamará su atención. “Durante algún tiempo”, pensó Alicia, convencida de que tampoco aquel era el regalo de Marta. En el exterior, la silenciosa concentración de gente iba en aumento. Sin aparcamientos, los coches quedaban estacionados a un lado de la carretera, lo que obligaba a los caminantes que, como Amalia y Alicia, recorrían a pie la distancia que les separaba del siguiente pueblo, a tomar ciertas precauciones. Todos consideraban más seguro caminar cerca del barranco que adentrarse en el asfalto y como si de una procesión se tratara, avanzaban uno detrás de otro, parándose de cuando en cuando para fotografiar o admirar el paisaje. El pueblo al que se dirigían descendía por la montaña en una prolongada cascada de casas muy similares entre si. La carretera, que no había dejado de ascender, enseñaba y escondía el pueblo en un juego que se mantuvo a lo largo de tres kilómetros. Las casas se hicieron tangibles, de improviso, al bordear una curva. En este segundo pueblo la prioridad de Alicia era descansar. El ayuno, que se había impuesto esa mañana, debía de ser el causante de la pesadez de piernas que arrastraba después de completar un trecho que ni de lejos se aproximaba al que realizaba a diario en la ciudad. –Es muy ruidoso y tendremos que estar de pie –dijo Amalia cuando Alicia señaló un restaurante a la entrada del pueblo. Alicia estaba dispuesta a pasar por alto el ruido, pero lo de desayunar de pie era otra cosa. Siguió a Amalia por calles estrechas, por poco tiempo solitarias. La curiosidad de los turistas pronto las invadiría. Tal vez, por ese motivo las persianas permanecían echadas en la mayoría de las ventanas. Qué otra explicación había para renunciar a un día tan espléndido.  Un sencillo letrero delataba la presencia de un bar en la casa frente a la que se había detenido Amalia. Dentro había dos hombres, uno a cada lado de la barra. Sólo el hombre que estaba detrás de la barra mostró curiosidad al ver entrar a Alicia. Curiosidad que se transformó en sorpresa cuando la que cruzó la puerta fue Amalia. – ¿No me conoces?– preguntó el hombre, saliendo de detrás de la barra y dirigiéndose hacia Amalia, pero mirando a Alicia. La mente de ésta comenzó a trabajar a toda velocidad tratando de situar aquel rostro amable en un lugar concreto o relacionarlo con algún hecho en particular. –Eres el primo de Amalia – dijo Alicia. Tenía el pelo más largo y demasiadas canas para los cuarenta y pocos años que calculó debía de tener. Pero era su sonrisa lo que le había desconcertado. Cuando le conoció ninguno de los tres sonreía. Durante el funeral de su tío no se separó de Amalia.   En esas circunstancias se conocieron.       –No recuerdo tu nombre – admitió Alicia. –Antonio – dijo él. Alicia se quedó mirando al otro hombre que, desde la barra del bar, había presenciado la escena con muestras de satisfacción. ¿Debería recordarle? Amalia resolvió sus dudas al presentarlo como un amigo de la familia, en cuya mano se perdió, momentáneamente, la de Alicia.  Antonio llamó a su mujer. La sonrisa de Lola era, incluso, más acogedora que la de su marido. Al enterarse del mareo sufrido por Alicia y que estaba en ayunas, desapareció en el interior de la cocina. El otro miembro de la familia era Manuel, un niño de ocho años que examinaba a conciencia a Alicia. Al oír su nombre, bajó del taburete en el que se había encaramado y empujó la puerta oscilante por la que, minutos antes, había desaparecido su madre. Regresó con un mantel y unas servilletas. – ¿Podemos desayunar en la terraza? – preguntó Amalia. –Si, ahora da el sol y se está muy bien – dijo Antonio. Alicia siguió a Amalia, esta vez hasta el fondo del bar.                  
29 Alicia esperó a que el tren alcanzara una velocidad constante antes de realizar un nuevo intento para colocar la maleta en el fondo del compartimiento destinado al equipaje. La escasez de pasajeros le había permitido cambiar su asiento, contiguo a la puerta, por otro en la parte central del vagón. Respiró tranquila sabiéndose camino del pueblo, pero echó de menos un poco más de ilusión en ese momento tan ansiado. Fuera de la estación el tren ganaba en ligereza y estabilidad. Cuando, subida en el borde del asiento, asestó el empujón definitivo a su flamante maleta, el movimiento era inapreciable. Se desprendió de la bufanda pero, entumecida por la prolongada espera en la estación, conservó puesto el abrigo. Se recostó en la ventana. Edificios, naves, chabolas y escombreras se sucedían en el límite de la ciudad, aún por despertar. Durante la hora siguiente contempló un apacible paisaje de campos ondulados que se mantendría inalterable hasta la segunda mitad del viaje. Al abrir los ojos, el sol daba de lleno en la ventana. La mitad de la cara le ardía y un molesto hormigueo subía por su brazo derecho en el que había apoyado la cabeza mientras dormía. “Necesito un café”, pensó, enderezándose en el asiento. Después de disimular la mochila con el abrigo recordó que en su interior estaba el diario y, sin dudar, la llevo consigo camino del vagón restaurante. Lo encontró semivacío, como el resto del tren. Viajar a destiempo tenía sus ventajas. El camarero se dirigió a ella nada más verla entrar y pudo elegir donde sentarse, pues sólo una de las mesas estaba ocupada por un hombre enfrascado en extender, de manera uniforme, la mermelada que había depositado sobre una gruesa tostada. Se sentó de espaldas a él y tomó lentamente el café comprobando como el tren iba ganado altura y las vistas interés. – ¿Cómo son las montañas? – le había preguntado Marta cuando fue a despedirse de ella. Empleó numerosos adjetivos para tratar de describirlas, pero supo que no lo había conseguido cuando Marta abandonó corriendo el salón y regresó con una cámara sin estrenar. –Haz fotos. Tal vez, si le hubiera explicado lo que sentía no sólo al estar cerca de las montañas, también cuando admiraba las dos diminutas estrellas desde su balcón o al intentar localizar una luna huidiza entre los tejados de la ciudad, siempre la misma certeza, vivir no podía ser tan difícil, Marta hubiera comprendido por que le brillaban los ojos al hablar de ellas. El primer túnel la cogió por sorpresa cuando regresaba a su vagón. El segundo consiguió que apartara la mirada del libro durante los breves instantes que precisó el tren para salir, nuevamente, a la luz del día. Al atravesar el tercero y último de los túneles, faltarían dos horas para llegar al pueblo. Y sintió miedo. Miedo porque las expectativas en torno al viaje se habían disparado en los días previos a su partida. El objetivo inicial de descansar y relajarse ya no le bastaba. Quería recuperar la voz que la previno ante el semblante desmejorado de Susana, la misma voz que le mostró lo que se resistía a aceptar cada vez que acudía a ver a su padre al hospital. Esa voz, su voz, le diría lo que debía hacer para volver a sentirse bien. Pero, ¿y si no ocurría nada? ¿De verdad pensaba que era posible recuperar la voz, intuición o como quisiera llamarlo, a su conveniencia?30 Aquella mañana el aroma de las tortas de anís se imponía al del pan recién hecho; barras anchas, crujientes, con mucha miga y hogazas, menos sabrosas pero más prácticas si no se quería ir al mercado a diario. Si una semana antes le hubieran dicho a Alicia que disfrutaría realizando la compra, hubiera sonreído escéptica. Comprar era una actividad molesta que trataba de agilizar adquiriendo buena parte de la comida envasada para no tener que aguardar más turno que el inevitable delante de la caja registradora. Pero comprar en el mercado del pueblo se parecía mucho a lo que hacía, de niña, con su madre. En aquella época su puesto preferido era el de variantes. Le encantaba ver como se sumergía el cazo agujereado en los diferentes barreños para volver a aparecer dejando escapar el líquido y reteniendo las aceitunas. Habían pasado muchos años como para que le fascinara ver despachar aceitunas o cualquier otro alimento; sin embargo, desde el primer día que piso el mercado sintió una especial predilección por la singular mercancía de uno de sus puestos. No era un herbolario, pero vendía plantas; ni una floristería, pero en las banastas de mimbre había semillas y especias, todo a granel. Tenía miel, la miel estaba presente en todas partes, incluso en la estación del tren, jabones y perfumes, muy suaves y ligeros, como el que ella se había puesto esa mañana. Pasaron de largo por la panadería, el pan lo recogerían al finalizar la compra, y por la pescadería. Amalia pidió la vez en la carnicería. Las tres mujeres que aguardaban su turno no engañaron a Alicia, estarían allí un buen rato. El carnicero mantuvo una conversación a medida con cada una de las mujeres. Así fue como Alicia conoció los achaques de salud de la primera mujer, el inminente nacimiento del nieto de la segunda y los problemas laborales del hijo de la tercera. La probabilidad de que fuera a llover, antes de que acabara el día, dividía a los clientes de la frutería a los que se sumaron Amalia y Alicia. El anciano que reducía al mínimo tal probabilidad, contaba con toda la simpatía de Alicia, que no quería renunciar a su paseo de cada tarde. Cuando salieron del mercado, Alicia miró al cielo con inquietud, pero las nubes que habían hablado al anciano guardaron silencio para ella.                       
27 Por segundo día consecutivo la noche le alcanzaría antes de llegar a casa. Estaba cansada. El dolor de cabeza se extendía sin control por el cuello. Aún así, ignoró el autobús que se detuvo en la parada, muy cerca de ella. Las caminatas a la salida del trabajo le ayudaban a desprenderse de la multitud de preocupaciones que, con facilidad pasmosa, acumulaba durante la jornada. Para conseguirlo, Alicia  procuraba poner la atención en los lugares por los que pasaba, en la gente con la que se cruzaba a diario. Situaciones que durante años habían permanecido ocultas quedaron al descubierto como si su sola mirada les hubiera dado vida. Vestidos de blanco y rosa, los almendros contribuían a embellecer la avenida donde se encontraba el prestigioso restaurante a cuya puerta era frecuente ver aparcado algún lujoso coche apropiándose de la acera. Aquella tarde, como cada lunes, la entrada del afamado restaurante estaba desierta. Pronto divisó el hospital infantil. A través de las ventanas, ya iluminadas, se podían apreciar figuras desdibujadas, personas que envidiaban la normalidad de la que ella pretendía huir. En pocos minutos recuperó la ruta habitual. Se internó por calles desiguales donde los edificios, más próximos entre si, dificultaban la visión de un cielo despojado de estrellas. Las vio más adelante. Contó cuatro en la fachada del hotel. La quinta quedaba oculta por el pomposo sombrero del portero que guardaba la entrada. Hinchada por las recientes lluvias, la puerta de madera se resistía a abrirse. Las escaleras, también de madera, se quejaron al igual que sus piernas ante los dos pisos que tenían por delante. Un olor dulzón inundaba el descansillo del primer piso. Sin ser de su agrado, logró iniciar una tímida queja en su desorientado estomago. El gruñido de chico, el perro de su vecina, se transformó en un lamento. Alicia escuchó el interés de su hocico pegado a la puerta y le dedicó unas palabras antes de entrar en casa. Con el teléfono sobre las piernas marcó el número de Amalia. Nunca le había entusiasmado la división de las vacaciones en dos periodos. El verano se hacía eterno con sólo dos semanas de descanso y en invierno, todavía era peor, se sentía fuera de lugar con todo el mundo trabajando. Sin embargo, hoy había sido ella la que, anticipándose a sus compañeras, había solicitado el primero de los dos periodos de vacaciones. Necesitaba tranquilidad. El silencio del que hablaba Pedro era una fantasía, y ya no se permitía fantasear. Dejar de pensar y descansar, sólo ambicionaba eso.  28 Despreocupado, sin clientes de los que ocuparse, Luís desembalaba paquetes mientras Alicia rehacía un montón de impresos derrumbado sobre el mostrador. – ¿Crees que tardará mucho? –Ya tendría que haber llegado – dijo Luís rasgando el plástico que protegía dos elegantes tomos de color negro. Alicia se volvió hacia la puerta, silenciosa desde que ella la cruzara quince minutos antes. Tenía que preparar el equipaje, pero no le llevaría mucho tiempo guardar algunos pantalones y los gruesos jerséis que constituían su indumentaria habitual durante el invierno. El viaje no alteraría su vestuario. Todo lo que planeaba hacer en los días siguientes era establecerse en la vida cotidiana del pueblo e impregnarse del sosiego que apenas la rozó en el anterior viaje. Se acercó a la mesa central, repleta de novedades. Hacía meses que no leía un libro sin otra pretensión que la de pasar un rato entretenido. – ¿Qué libro escogerías para un viaje? Alicia siguió la mirada de Luís por la librería hasta que ésta se detuvo en una de las estanterías  del fondo. Luís parecía dudar y se demoró unos segundos antes de salir de detrás del mostrador. Salió sin apartar la mirada de su objetivo, un estante a ras del suelo de donde extrajo un reducido y manejable ejemplar. –Intriga bien construida, ritmo vivo y una pincelada de misterio. No podrás dejar de leer. Alicia sonrió al coger el libro que Luís le tendía. De regreso al mostrador comenzó a leer la escueta información que se ofrecía en una de las contraportadas. El argumento prometía, tal vez, consiguiera atraparla esa misma noche. No contaba con dormir demasiado. Siempre la asaltaban absurdos temores la víspera de un viaje. ¿Sonaría el despertador? ¿Le impediría un inoportuno atasco llegar a tiempo a la estación? Pasó varias páginas y en la primera que encontró escrita dejó uno de los impresos que había estado ordenando. – ¿Te lo llevas? –Si – dijo Alicia abriendo satisfecha el pequeño monedero que, por poco, no había olvidado. –Espero que te guste – dijo Luís con la misma formalidad que empleaba con todos los clientes. Con una sonrisa, Alicia dejó a un lado del mostrador la familiar bolsa en tonos verdes y amarillos. Le gustaba Luís, sus silencios, la seriedad en su cara cuando estaba concentrado en el trabajo, la amabilidad que afloraba sin dificultad al dirigirse a él. Nada que ver con la impresión que le causo aquella tarde cuando se refugió en la librería después del incidente en el autobús. Entonces, pensó que aquel joven, indiferente a todo lo que no fuera la pantalla del ordenador, parecía un poco huraño, pero también que le permitiría curiosear cuanto quisiera. – ¿Cuánto tiempo hace que trabajas en la librería? –Algo más de seis años – dijo Luís retirando los embalajes del mostrador. –Empezaste muy joven – dijo Alicia atribuyendo a Luís una edad ligeramente inferior a la suya. –Tenía dieciséis años. Había vuelto a suspender y en casa ya no sabían qué hacer conmigo – dijo Luís mirando a un punto indeterminado de la librería, entre el escaparate y la sección de poesía. – Pedro es amigo de  la familia desde que recuerdo, y les propuso a mis padres emplearme en la librería. ¿Te imaginas? No quería estudiar y me iba a pasar todo el verano entre libros. –No tiene nada que ver – dijo Alicia. – Yo tampoco era buena estudiante, pero no había nada que me hiciera más feliz que recogerme en un lugar tranquilo para leer. –No era mi caso. Yo no leía un libro si no me veía obligado a ello – dijo Luís sentándose delante del ordenador. – Sólo Pedro podía ver en un chico que había suspendido cinco asignaturas el ayudante que andaba buscando. –Si, es muy observador – dijo Alicia. –A veces, parece saber incluso, mejor que yo como  me siento. Luís giró la silla hasta quedar de cara a Alicia. –Pedro ya te conocía cuando viniste por primera vez a la librería. Alicia se quedó callada esperando que Luís se decidiera a desvelar el secreto con el que tanto estaba disfrutando. –Te había visto en la biblioteca. Qué le hizo fijarse en ti, no lo sé. Pero cuando entraste en la librería te reconoció y quiso atenderte en persona. Alicia si  tenía una idea de cómo había podido llamar la atención de Pedro y que explicaba lo acertado de la elección del libro que le prestó en el que para ella había sido su primer encuentro. La campanilla que se interponía en la apertura de la puerta quedó ahogada entre las risas de las dos chicas que acababan de entrar. La más alta de las dos llevaba un papel en la mano. Su cara, castigada por el acne, enrojecía a medida que bajaba los tres escalones. –Voy a pasar unos días fuera de la ciudad. ¿Se lo dirás a Pedro? – dijo Alicia subiendo el cuello de su abrigo. –Nunca ha mostrado tanto interés por nadie – dijo Luís mirándola con curiosidad. –Lo hizo contigo – dijo Alicia cogiendo su bolsa antes de que quedara sepultada bajo una gruesa carpeta.                                  
25 De las tres camas que había en la habitación, Susana descansaba en la que quedaba más retirada de la puerta. Junto a ella, una joven, apenas una niña, leía un libro de texto, por más que Alicia no comprendía cómo era capaz de concentrarse con la retahíla de frases inconexas que repetía la anciana que estaba a su lado. Pronto se dio cuenta de que tendría que imitarla y abstraerse del entorno si quería  hablar con su compañera. Con dificultad, arrastrando las palabras, Susana explicaba, en un tono casi inaudible, como una noche, mientras preparaba la cena comenzó a llorar sin poder controlarse. –Si no hubiera ocurrido delante de los niños no estaría aquí. Pero al ver el miedo y la preocupación en sus caras comprendí que no podía continuar así por más tiempo. Susana tomó aire antes de seguir hablando. –Siempre triste, enfadada, sin ganas de nada. Alicia, que había pasado toda la mañana pensando en cómo comportarse cuando tuviera a Susana delante, permaneció en silencio. –Me alegro de que hayas venido – dijo Susana sin ningún matiz en el tono apagado de su voz. –Mi madre se suele marchar llorando o apunto de hacerlo, y Julián, sólo con mirarle sé que no entiende qué está pasando. Sin quererlo consiguen que me sienta culpable. Alicia se sentó en la cama. Una acción que censuraba habitualmente en el trabajo. –Has hecho lo correcto, pedir ayuda. Ahora sabes que tienes una enfermedad. El nombre es lo de menos, porque existe tratamiento y te vas a recuperar. –Llevo una semana esperando que alguien me diga eso – dijo Susana sacando un pañuelo de debajo de la almohada. La conversación quedó interrumpida con la llegada de la merienda. Susana introdujo las galletas en el café y comió como si nada la inquietara. La joven cerró el libro y trasladó su merienda de la mesilla a la mesa plegable que había a los pies de cada cama. Cambió los dos paquetes de galletas al lado izquierdo del plato, vertió la mitad del sobre de azúcar en la taza y removió el café. Para cuando quiso abrir el primer paquete de galletas, Susana ya había terminado de merendar. El café de la anciana hacía rato que había dejado de humear. Todos los intentos de Alicia por recuperar la conversación fracasaron. Consciente de que sus comentarios a propósito del trabajo no eran los más apropiados para despertar el interés de Susana trató de encontrar otros temas para conversar, pero el trabajo era, prácticamente, de lo único que habían hablado durante los últimos cinco años, y desistió de sacar a Susana de su mutismo. Le costaba creer que Susana se encontrase en aquella situación, sin que ella, que la veía a diario, hubiera percibido ninguna señal de alarma. Pero, ¿en qué tenía que fijarse? El cansancio era algo común a todas las compañeras, el mal humor lo atribuían a la tensión provocada por la falta de medios y el exceso de trabajo, y la tristeza…¿A quién quería engañar? La verdad era que estaba demasiado ocupada procurando detener su propia caída como para advertir la de Susana. Se cuestionó la decisión de prolongar dos horas su estancia en el hospital cuando había transcurrido la mitad del tiempo previsto. Susana no reparaba en su presencia. Su mirada tenía la misma intensidad cuando se atascaba en algún objeto de la habitación que cuando coincidía con la suya. Por eso le sorprendió que se mostrara receptiva a dar un paseo por el pasillo. Algunas habitaciones mantenían las puertas cerradas, pero otras muchas no, y fue en estas donde Alicia pudo comprobar que la mayor parte de los enfermos eran personas relativamente jóvenes y que el número de mujeres era muy superior al de los hombres. ¿Se habría dado cuenta Susana de aquella desproporción?, se preguntó, ignorando las habitaciones por las que pasaron hasta que se les acabó el pasillo. Una mesa alargada con varias sillas a su alrededor constituían todo el mobiliario de la sala de terapia. Susana abrió una de las dos ventanas y encendió un cigarro. Un viento frío entró por la estrecha abertura que permitía el cierre de seguridad. –De todas las visitas que he tenido, sólo tú no me has dicho que debo animarme – dijo Susana fijando brevemente la mirada en Alicia. –Tal vez lo haga más adelante, cuando el tratamiento comience a dar resultado. Un autobús depositó un minúsculo grupo de personas delante de la entrada principal. El grupo se dispersó entre los diferentes edificios del complejo hospitalario. –Tengo miedo a salir de aquí y enfrentarme a Julián, los niños, la casa. –No puedes incorporarte a la rutina de un día para otro. Nadie te pediría que lo hicieras si estuvieras convaleciente de una operación, ¿no? –Supongo que no. –Piensa un poco en ti, porque no quiero venir a verte aquí – dijo Alicia rozando el brazo de Susana. –Lo intentaré, si consigo recordar cómo se hace.26 –No sabía que fumaras. Pedro bajó el periódico. Parada junto a la escalera, Alicia le observaba con detenimiento. –Lo había dejado – dijo Pedro mirando extrañado el cigarrillo a medio consumir, entre sus dedos. –El tabaco mata el olor de los libros – dijo Alicia. Pedro hizo desaparecer el cigarro en un vaso de plástico. – ¿Cómo estás? –No muy bien – respondió Alicia. –No voy a decirte lo que quieres escuchar si pienso que es un error. –Yo no me marcharé cuando no me agrade lo que tengas que decir – dijo Alicia. Pedro sonrió y Alicia se aproximó a la mesa. Descolgó la mochila de su espalda, doblo el abrigo en el respaldo de la silla y se sentó, no sin antes echar una ojeada a la ventana. El bote de leche conservaba el precinto rojo que, por pereza, no retiró dos semanas atrás, apurando los restos de un bote anterior. Una hoja de papel acumulaba polvo sobre la caja donde se encontraban las cucharillas y los sobres de azúcar, mientras que la elevada torre de vasos había perdido altura. –Había olvidado como eran las tardes antes de venir aquí. – ¿Cómo eran? –Me sentaba frente al balcón y veía pasar la gente, la vida. – ¿Son mejores ahora? La mirada de Alicia descendió hasta las manos de Pedro, inusualmente quietas, y allí se quedó hasta que Pedro volvió a hablar. –Mucha gente encontraría aburrido lo qué hacemos, leer, charlar, tomar café… –Enfadarnos – añadió Alicia. Pedro sonrió por segunda vez. –Nada especial. –Tener alguien con quien hablar es muy especial – dijo Alicia. –Si, estoy de acuerdo, pero no has respondido a mi pregunta. ¿Son mejores las tardes? –Si lo son. –Luego… algo si ha mejorado en tu vida. –Si – admitió Alicia. –Puede ser una pequeña parte. Con toda seguridad no es lo más importante, pero es un comienzo. –Si fuera cierto… – dijo Alicia mirando por la ventana. En la calle, los árboles mutilados parecían tan desconcertados como las palomas que los sobrevolaban  sin acertar a detenerse en ellos. –Cuando dejes de ver en el tiempo un enemigo en vez de un aliado, todo será más sencillo. – ¿Qué quieres decir? – preguntó Alicia volviéndose hacia Pedro. –Tienes mucha prisa por hallar respuestas que, a veces, llevan toda una vida. –No tengo tanto tiempo – dijo Alicia. – ¿Qué significa eso de que no tienes tiempo? – preguntó Pedro deslizándose hacia el borde de la silla. Alicia no quería hablar de los temores que le había despertado su reciente paso por el hospital. Al margen del trabajo, la vida de Susana y la suya no podían ser más diferentes, pero esta evidencia no disminuía su inquietud. ¿Cuánto tiempo aguantaría antes de llenar, de cualquier manera, el vacío que la atenazaba? –Dejar pasar los días no es una solución. – ¿Te das cuenta de que hace unas semanas pensabas en renunciar a lo que debería ser una prioridad, sentirte cómoda en tu vida, y hoy estás convencida de que no estás haciendo lo suficiente para lograrlo? Esos altibajos te agotan. No se trata de una competición. Encuentra un ritmo que te permita avanzar sin generarte ansiedad, y mantente en él todo el tiempo que sea necesario. Verás como tienes claras más cosas de las que crees. –Preguntan por ti – dijo Luís sin terminar de subir la escalera. –Vuelvo enseguida – dijo Pedro levantándose. Alicia asintió, al tiempo que se preguntaba si sería capaz de contener su mente en el reducido espacio del día a día. –Alicia – llamó Pedro desde la escalera. – ¿Qué?– dijo Alicia que le había seguido con la mirada. –Mis tardes también son mejores.                                 
23 Un intenso olor a perfume precedía la agitada conversación que, solapada  por un ruidoso taconeo, recorría el pasillo. El hijo y la nuera de Pilar se callaron cuando vieron a Alicia en el control de enfermería. La mujer le sonrió y Alicia le devolvió la sonrisa como un cometido más de su trabajo. Se hacía cargo. La preocupación por un familiar enfermo podía derivar fácilmente en tensión, lo había visto otras veces. Regresó al formulario. Leyó lo escrito y reanudó el relato de lo ocurrido aquella mañana, precisamente con Pilar. ¿Qué podía escribir de ella? Sus constantes vitales eran correctas, tenía buen apetito y estaba más tranquila que antes de la caída. Todo iba bien, excepto en la conformidad con la que había aceptado estar confinada en una silla de ruedas. Probablemente creía que era una situación transitoria. Pero la fractura de una pierna, en una mujer de edad avanzada y con serios problemas en las articulaciones, no era un asunto menor. Pensar en una recuperación completa era improbable. Como las conjeturas no tenían cabida en el formulario, pasó a visualizar la siguiente habitación. El hijo de Pilar hizo un comentario alusivo al funcionamiento del ascensor, mientras pulsaba el botón ya iluminado. –Tenemos que adelantarlo. Le hace mucha ilusión ir – dijo retrocediendo hasta quedar a la altura de su mujer. –El médico ha dicho que está bien – respondió ella. Tenían un hijo, recordó Alicia, ausente del formulario, pero sin levantar la cabeza de él. Después de su casa, su nieto era el tema de conversación preferido de Pilar. Le había visto en un par de ocasiones. Un joven silencioso que ya apuntaba los evidentes problemas de peso de su padre. Ninguno de los dos había salido a Pilar, menuda y ligera. En su caso, el peso no representaba un impedimento para tomar el dulce de manzana que le había traído para merendar. –Buenas tardes – dijo la nuera de Pilar. –Buenas tardes – respondió Alicia viendo como se precipitaban en el ascensor. Sin permitirse más distracciones, terminó de anotar las incidencias acontecidas en su turno y firmó al final de un apretado párrafo. Por una vez no lamentaba el exceso de trabajo. Un nuevo ingreso y la inesperada ausencia de Susana le habían mantenido muy ocupada para pensar en lo sucedido ayer en la galería. Pero ahora que disponía de unos segundos de tranquilidad, era inevitable que el incidente con Pedro volviera a ocupar su atención. Sobre todo porque no alcanzaba a comprender cómo le había podido molestar un comentario sin importancia. No era una decisión, ni un proyecto, sólo una idea, eso si, muy atractiva. La paz y los bellos paisajes se aunaban en el pueblo de Amalia creando un entorno amable donde comenzar una nueva vida, huir lo había llamado Pedro. Y para darle la razón se fue de la librería, apresuradamente, sin despedirse. Desde que comenzó a ir por la librería se había propuesto no abusar de la amabilidad de Pedro, aunque con desigual fortuna. Si Pedro estaba enfadado con ella o con su actitud, poco importaba. Lo más seguro era que estuviera cansado de ella, pero era muy correcto para decírselo. Ella le evitaría ese trabajo, era lo menos que podía hacer para agradecerle el que la hubiera acogido durante estos meses.24 – ¿Pretendes que me lea todo esto? – dijo Alicia abriendo el cuaderno donde se recogían los términos del seguro. –Sólo por encima, ya te he explicado lo fundamental.    Alicia empezó a leer en silencio. Los primeros párrafos aludían al compromiso que adquirían las dos partes; el asegurado, en este caso ella, y la compañía de seguros. No pudo pasar de la primera página. Cerró el cuaderno y vio como, sin necesidad de ayuda, María rellenaba el apartado reservado a los datos personales del asegurado. –Firma aquí. Alicia realizó un veloz trazo sobre su nombre. El mismo trazo que María consideró muy simple cuando con catorce años ensayaban la que sería su firma definitiva. –Ya tienes seguro – dijo María. Estupendo, pensó Alicia, aburrida como estaba de oír hablar de riesgos, cláusulas y coberturas. Mientras que María decidía qué papeles volvían a su carpeta y cuáles se quedaban en la mesa, Alicia cogió de la despensa de cartón una botella de vino dulce y un paquete de pastas. Regresó de la cocina con dos copas y una bandeja. Antes de sentarse, retiró el visillo del balcón para dejar entrar el inesperado sol que iniciaba la tarde. –Las vistas no son muy buenas. ¿Qué es, un colegio? – preguntó María al ver el muro en la acera de enfrente. –Un convento. – ¿Qué clase de convento? –De clausura. – ¿No salen nunca? –Yo no las he visto. –Por lo menos será una calle tranquila – dijo María dando la espalda a la ventana. Alicia se humedeció los labios con el vino. No estaba acostumbrada a beber alcohol y temía que le provocara dolor de cabeza, precisamente el único día de la semana que se había visto libre de él. –Muy tranquila. – ¿Cuándo vas a terminar de decorar el salón? –Ya he terminado. – ¿No vas a poner nada en las paredes? ¿Algún cuadro? –Las prefiero así. María hizo un gesto de desaprobación al ver la caja de cartón junto al sofá. –Aquí te quedaría bien una estantería para los libros que tienes tirados en la habitación. –No están tirados – reaccionó Alicia.  –Están en el suelo. –Me gusta tenerlos a mano. – ¿Te los ha regalado ese hombre? ¿Cómo se llamaba? –Pedro, y no, los he comprado yo. Alicia recordó el pacto que había entre Pedro y ella, comprar los libros si le servían de ayuda. Ese era el pacto oficial pero el real era el que mantenía con Luís, a quien abonaba puntualmente cada libro que sacaba de la librería. Creer que Pedro ignoraba lo que pasaba en su librería fue muy inocente por su parte. A las pocas semanas de frecuentar la librería, Pedro empezó a prestarle libros de su biblioteca particular y sólo, ocasionalmente, le sugería algún titulo de la librería. –La mecedora te quita mucho espacio. –Ahí me siento a leer. – ¿Es eso lo que haces cuando no estás metida en esa librería? Eso es lo que hago todo el tiempo, pensó Alicia. –Si continúas así, acabarás tan aislada como ellas – dijo María girando la cabeza hacia el balcón. Alicia sonrió. Hacía más de dos años que se sentía así. – ¿Por qué sonríes? –Creo que tienes razón. –Claro que la tengo. Alicia hizo ademán de llenar nuevamente la copa de María, pero ésta se lo impidió interrumpiendo con la mano la trayectoria descendente de la botella. –Está buenísimo, pero tengo que ver a otro cliente dentro de una hora. Alicia dejó la pasta mordida en la solitaria bandeja. Los productos enviados por Amalia seguían cosechando éxito entre quienes los probaban. Cogió las dos copas vacías y las llevo a la cocina. Volvió a por la bandeja y dio otro mordisco a la pasta, aún sabiendo que no haría desaparecer el amargor que le habían dejado las palabras de María. No debía permitir que le afectara lo que con toda seguridad había sido una equivocación. Después de todo, el encuentro de esa tarde estaba relacionado con el trabajo de María. No era de extrañar que la hubiera equiparado con uno de sus clientes. Si cogiera el tren que salía a medianoche, se dijo, siguiendo con el dedo el contorno de las montañas comprimidas en la etiqueta de la botella, estaría en el pueblo al amanecer. Lo estoy haciendo otra vez, se censuró, soltando la pasta. Hasta que no se había propuesto dejar de soñar no había sido consciente de con cuanta insistencia lo hacía. El sol ya no entraba por el balcón. Oscurecía cuando todavía no eran las seis de la tarde. Llevaba días planteándose solicitar un cambio de turno en el trabajo. Las tardes se le hacían muy cuesta arriba desde que no iba por la librería. El vino no le había provocado dolor de cabeza, tal y como temía, pero si sueño. No se veía capaz de concentrarse en la lectura con la que llenaba las tardes. Sin ninguna luz, a excepción del titubeante resplandor que entraba de la calle, se encogió en la mecedora y dejó que su mente vagara a su antojo, cansada del esfuerzo que suponía estar encauzando continuamente su trayectoria. Pensó en Pedro, y en si habría retirado de la ventana la leche, el azúcar y las cucharillas, innecesarios, para el café negro que él tomaba. María se interpuso en aquella imagen. De pie en el salón, contemplaba satisfecha los cambios que había realizado en la casa. La mecedora había desaparecido. Los libros se apretujaban incómodos y olvidados en una estantería; cuando intentó rescatar uno de ellos, le resultó imposible. Quiso recriminar a María aquellos cambios, pero ya se había ido. El salón estaba a oscuras. Unas espesas cortinas ocultaban el balcón. Se peleó con ellas hasta dar con la puerta. Su corazón latía descontrolado. El muro del convento, no sólo era más alto, sino que se estaba acercando a la casa. –Eso no importa – dijo la voz de Amalia – lo que importa es que tú estés bien. ¿Lo estás? Abrió los ojos. Sus manos se aferraban a los brazos de la mecedora que se balanceó violentamente cuando se levantó. Sabía que era absurdo, pero miró a la calle para comprobar que el muro no se había movido de su sitio. Encendió la luz. Las sombras desaparecieron del salón, no de su cabeza. Por lo general no solía retener los sueños; sin embargo, aquella imagen del muro avanzando hacia ella la acompañaría siempre.              
21 La voz de Amalia llegaba débil y entrecortada a través del teléfono que Alicia mantenía entre el cuello y el hombro, al tiempo que buscaba en el desbarajuste de paquetes que ocultaban la mesa aquel que liberaba una delicada fragancia a rosas. Le había desorientado el envase, una lata alta y estrecha, en lugar de la cajita plastificada que compró en la feria. Agitó la lata y un rumor menudo chocó contra sus paredes. Sonrió. Estaba a rebosar de aquella deliciosa mezcla de plantas con propiedades sedantes, digestivas y alguna más que no lograba recordar. –Creía que sólo ibas a mandar las infusiones – dijo Alicia sujetando el teléfono con la mano. –Lleva algo a Elena si es mucho para ti – se escuchó nítidamente al otro lado de la línea. Por supuesto que llevaría algo a Elena, pensó Alicia, sin salir de su asombro ante la gran cantidad de dulces,  conservas y demás paquetes, de los que aún ignoraba su contenido, que se amontonaban en la mesa. – ¿Cómo se te ha ocurrido comprar tanta comida? –Empecé comprando las plantas que me pediste, después miel para endulzar las infusiones; como se aproximaban estas fechas me pareció buena idea comprar licores, con las conservas rellené los huecos que quedaban libres… –Sabes que no volveré a encargarte nada, ¿verdad? –No es necesario que lo hagas, ahora tengo tu dirección. – ¿Cómo estás pasando las fiestas? – preguntó Alicia riendo. – ¿No te lo he dicho? Estamos incomunicados por la nieve. – ¡Qué emocionante! –No tanto. Llevamos tres días sin pan, no podemos salir de casa. El medico no puede subir hasta aquí, es muy incomodo. –Ya supongo – dijo Alicia mirando distraída por la ventana. –Me has dicho que estabas a punto de salir y yo aquí, entreteniéndote. Cuídate y da recuerdos a todos. –Lo haré y gracias. –De nada cielo. –Adiós – se despidió Alicia. Se quedó junto al teléfono sin saber muy bien cómo había pasado, en los pocos minutos que había durado la conversación con Amalia, de la risa al abatimiento. Entregarse a él era iniciar un arriesgado descenso por emociones que temía no poder controlar. Salió al balcón. Todavía era temprano para ver sus dos estrellas. Las tenía un poco olvidadas, pero aún así se dejarían ver esa noche. El fuerte viento de las últimas horas había limpiado el cielo y  bajado las temperaturas, pero no lo suficiente como para ver de blanco la ciudad. Amalia ya estaría de vuelta en la cocina después de hablar con ella en la salita donde tenía el teléfono. Habría acercado la cafetera a la lumbre y, con el sonido de la radio de fondo, se sentaría a hacer alguna de las labores que recogían las numerosas revistas que acumulaba en el banco que había bajo la ventana. La única señal de vida que, periódicamente, salía del convento la devolvió a la realidad. Con la quinta campanada entró de nuevo en casa. Comenzó a guardar, en la misma caja donde habían llegado, todos los productos enviados por Amalia. Todos excepto un tarro de miel y un dulce de manzana. Despejada la mesa, miró a su alrededor. Entre el sofá y la pared quedaba un espacio perfecto para colocar la improvisada despensa. Hacia allí empujó la caja. 22  – ¿Te gusta la miel? –Pues si – dijo Pedro mirando el tarro de cristal que había dejado Alicia sobre la mesa. –Es miel pura. – ¿Dónde la has comprado?– preguntó Pedro examinando el contenido del tarro a la luz de la ventana. – Me lo ha enviado Amalia, mi tía – dijo Alicia acercándose a las estanterías. Pedro asintió antes de volver a poner su atención en los papeles que había sacado de uno de los archivadores que habitualmente estaban en la ventana. –Vive en un pueblo rodeado de montañas. Llevan tres días incomunicados por culpa de la nieve – dijo Alicia pasando la mano por los libros, casi sin rozarlos. – ¿Les había ocurrido antes? –Amalia parecía acostumbrada. La nieve causa muchos inconvenientes, pero a mí me parece emocionante. –Si tú vivieras allí, no te parecería tan excitante. –A veces lo hago. – ¿Qué haces? –Me imagino viviendo en el pueblo. Pedro se quitó las gafas y buscó a Alicia con la mirada. La encontró apoyada en la barandilla de hierro observando la planta baja. –Huir no es la solución. –No se trata de huir – dijo Alicia incorporándose. – ¿Y cómo llamas tú a querer marcharte a un pueblo incomunicado? Alicia miró a Pedro extrañada por la dureza del tono que había utilizado, muy alejado de la calidez con la que solía dirigirse a ella. –Yo no he dicho que me vaya a ir –dijo Alicia apartándose de la barandilla. –Pero lo piensas. Y fantasear es otra manera de huir. –Tú no lo entiendes. No tienes idea de lo difícil que es afrontar cada día cuando no le encuentras sentido a nada. –Lo encontrarás. – ¿Cómo lo sabes? – Porque vas a seguir insistiendo. Y ese es el modo de conseguir lo que se desea. –Estoy cansada – dijo Alicia cogiendo las llaves que había dejado encima de la mesa. –Tú lo dijiste. ¿No lo recuerdas? Alicia vio su silla vacía y se dio cuenta de que todavía llevaba puesto el abrigo. No sabía de qué hablaba Pedro. Quería salir de allí. El desaliento se había adueñado de ella en el único lugar donde se creía a salvo de él. –Aún no has llegado a ninguna parte. Alicia se paró a mitad de camino de la escalera. Sus palabras en boca de Pedro no parecían suyas. – ¿Y si no hay a dónde ir? – ¿Te gustaría que este silencio –dijo Pedro abriendo las manos en un gesto que pretendía abarcar la galería – fuera lo normal en tu interior? Si te dijera que esa es la recompensa que te aguarda si no desfalleces, ¿merecería la pena seguir adelante?        
20 Esta vez era Elena la que sujetaba la escalera, mientras Miguel guardaba una vistosa caja en el trastero. Apoyada en la pared, Alicia contemplaba la escena lamentando la ausencia, convenida con Elena, de Marta. – ¿Descansas el domingo? –Si – dijo Alicia. – ¿Qué vas a hacer? Alicia no había planeado nada para su día libre, que fuera domingo no lo convertía en un día especial. Se le ocurrió que podría dar un paseo por el centro y desayunar en una cafetería .Si el día no amanecía muy frío, incluso alargar el paseo hasta el bulevar al que gustosamente había renunciado cuando regresaba a casa del trabajo en tanto que instalaban las casetas que acogerían los libros que el día anterior vio descargar de dos camiones. La tarde sería interminable. –Nada en particular. – ¿Por qué no pasas el día con nosotros? –Ya veremos – dijo Alicia sin comprometerse. –Marta tiene muchas ganas de verte – añadió Miguel. La intervención de su cuñado utilizando a Marta para que fuera el domingo puso a Alicia en alerta. ¿Por qué no se atenían a lo previsto? El lunes era nochevieja, cenarían todos juntos y se quedaría a dormir. – ¿Qué pasa el domingo? –Que estás invitada a comer. Pero si no te apetece lo dejamos para otro día – dijo Elena. Después de aquello ya no le quedaron dudas de que Elena tramaba algo, bueno, una si. ¿Cuánto tiempo más le iba a llevar a su hermana decidirse a hablar claramente, sin dar tantos rodeos? La oportunidad se dio cuando Miguel se fue a casa de sus padres para recoger a Marta. –Entonces, ¿vas a venir el domingo? – insistió Elena tan pronto como se quedaron solas. – ¿Por qué ese empeño en que venga el domingo? –He invitado a Javier. Alicia sonrió, incrédula. – ¿Qué tiene de malo Javier? –No tenemos nada en común – dijo Alicia recordando la tediosa tarde que, a instancias de Elena, pasó con el amigo de su cuñado. – ¿Y con un hombre que te dobla la edad si lo tienes? El mensaje que intentó hacerle llegar a través de María no había funcionado. Pero no estaba dispuesta a volver a explicarle por qué le era grata la compañía de Pedro. –La afinidad no es cuestión de edad – dijo Alicia dirigiéndose al salón donde había dejado sus cosas. –No es una cita. Tú sólo ven a comer – dijo Elena en tono conciliador. –Ya lo intentamos y no resultó. –No puedes conocer a alguien en la primera cita. –Conocerle no, pero saber si quiero volver a verle, si. La decepción se reflejaba en la cara de Elena. – ¿Está enterado Javier de tu plan? –Se quedo un poco extrañado cuando le dije que ibas a estar, pero aceptó la invitación. No sale con nadie. Alicia se puso el abrigo en silencio. Por segunda vez en pocos días se acordó de Amalia. Sus palabras aconsejándola que no cerrara ninguna puerta la acompañaron, junto con Elena por el pasillo. Javier estaba bien, era atractivo y simpático, demasiado para su gusto. No dejó de hablar en toda la tarde, aunque no sabría decir de qué. Probablemente estaba nervioso, y ella no le facilitó las cosas con su actitud distante. La verdad era que no se esforzó mucho en que la cita saliera bien. Salió con Javier para complacer a Elena y ver si así la dejaba tranquila una temporada. –Nos vemos el lunes – dijo Alicia volviéndose hacia su hermana.                    
20 Esta vez era Elena la que sujetaba la escalera, mientras Miguel guardaba una vistosa caja en el trastero. Apoyada en la pared, Alicia contemplaba la escena lamentando la ausencia, convenida con Elena, de Marta. – ¿Descansas el domingo? –Si – dijo Alicia. – ¿Qué vas a hacer? Alicia no había planeado nada para su día libre, que fuera domingo no lo convertía en un día especial. Se le ocurrió que podría dar un paseo por el centro y desayunar en una cafetería .Si el día no amanecía muy frío, incluso alargar el paseo hasta el bulevar al que gustosamente había renunciado cuando regresaba a casa del trabajo en tanto que instalaban las casetas que acogerían los libros que el día anterior vio descargar de dos camiones. La tarde sería interminable. –Nada en particular. – ¿Por qué no pasas el día con nosotros? –Ya veremos – dijo Alicia sin comprometerse. –Marta tiene muchas ganas de verte – añadió Miguel. La intervención de su cuñado utilizando a Marta para que fuera el domingo puso a Alicia en alerta. ¿Por qué no se atenían a lo previsto? El lunes era nochevieja, cenarían todos juntos y se quedaría a dormir. – ¿Qué pasa el domingo? –Que estás invitada a comer. Pero si no te apetece lo dejamos para otro día – dijo Elena. Después de aquello ya no le quedaron dudas de que Elena tramaba algo, bueno, una si. ¿Cuánto tiempo más le iba a llevar a su hermana decidirse a hablar claramente, sin dar tantos rodeos? La oportunidad se dio cuando Miguel se fue a casa de sus padres para recoger a Marta. –Entonces, ¿vas a venir el domingo? – insistió Elena tan pronto como se quedaron solas. – ¿Por qué ese empeño en que venga el domingo? –He invitado a Javier. Alicia sonrió, incrédula. – ¿Qué tiene de malo Javier? –No tenemos nada en común – dijo Alicia recordando la tediosa tarde que, a instancias de Elena, pasó con el amigo de su cuñado. – ¿Y con un hombre que te dobla la edad si lo tienes? El mensaje que intentó hacerle llegar a través de María no había funcionado. Pero no estaba dispuesta a volver a explicarle por qué le era grata la compañía de Pedro. –La afinidad no es cuestión de edad – dijo Alicia dirigiéndose al salón donde había dejado sus cosas. –No es una cita. Tú sólo ven a comer – dijo Elena en tono conciliador. –Ya lo intentamos y no resultó. –No puedes conocer a alguien en la primera cita. –Conocerle no, pero saber si quiero volver a verle, si. La decepción se reflejaba en la cara de Elena. – ¿Está enterado Javier de tu plan? –Se quedo un poco extrañado cuando le dije que ibas a estar, pero aceptó la invitación. No sale con nadie. Alicia se puso el abrigo en silencio. Por segunda vez en pocos días se acordó de Amalia. Sus palabras aconsejándola que no cerrara ninguna puerta la acompañaron, junto con Elena por el pasillo. Javier estaba bien, era atractivo y simpático, demasiado para su gusto. No dejó de hablar en toda la tarde, aunque no sabría decir de qué. Probablemente estaba nervioso, y ella no le facilitó las cosas con su actitud distante. La verdad era que no se esforzó mucho en que la cita saliera bien. Salió con Javier para complacer a Elena y ver si así la dejaba tranquila una temporada. –Nos vemos el lunes – dijo Alicia volviéndose hacia su hermana.                    
18   Al otro lado de la calle, el edificio en construcción avanzaba a buen ritmo. La tercera planta era una realidad que les había privado del modesto sol que daba por las mañanas en la terraza. Alicia nunca imaginó que pudiera echar en falta el nudo de carreteras que se desenvolvía a pocos metros del trabajo. Pero, incluso los coches y el turbio horizonte de la ciudad eran mejor que una pared de ladrillos. El abrigo no bastaba para aliviar el frío y empezó a pasear, cuatro pasos hasta la balaustrada y cuatro de vuelta. Vio a Susana en el pasillo. Se dirigía hacia los ascensores y supuso que iba a buscar un cigarro antes de reunirse con ella. La mañana se había visto alterada con la caída de Pilar y, con ella, la relativa calma de que venía disfrutando. Lo primero que había pensado era que, afortunadamente, Pilar no se encontraba bajo su responsabilidad cuando sucedió el accidente. Le preocupaba este cambio de prioridades. Anteponer su tranquilidad al bienestar de Pilar sólo era el principio en el largo camino hacia la indiferencia. Hoy era uno de esos días en los que sus pasos la hubieran conducido, sin vacilar, hacia la galería, pero no sería posible. Tenía que llevar los regalos de navidad a casa de Elena. Su hermana se lo recordó anoche con una intempestiva llamada dando por supuesto que todavía estaría despierta, como así fue. Cuando sonó el teléfono cumplía con una cita ya ineludible, escribir en el diario. Trasladar las preocupaciones al papel era un método eficaz de vaciar la mente antes de acostarse, que le facilitaba el descanso. A la relación detallada de acontecimientos de los primeros días le había seguido una escritura más fluida y personal, “aquello que no le cuentas a nadie por temor a no ser comprendida” – ¿En qué piensas? – preguntó Susana encendiendo un cigarro en el rincón donde debería estar el sol. –En si habré acertado con el regalo de Marta. Todos los años intento sorprenderla con algo diferente, pero esta vez me he limitado a comprar lo que ha pedido. –En ese caso has acertado. –No es su regalo perfecto. – ¿Su regalo perfecto? – dijo Susana mirando a Alicia. – ¿No te han regalado nunca algo que sin tú saberlo necesitabas? –Marta no necesita nada. Quiere lo que ve anunciado en la televisión. Lo más probable era que Susana tuviera razón, se dijo Alicia, mirando hacia el futuro edificio de oficinas. Sin embargo, no podía evitar sentirse mal por no haber puesto más cariño y atención en el regalo de Marta. – ¿Cómo están tus niños? – preguntó Alicia. –Con mi madre hasta que comience el colegio. Ayer estaba en la cama a las nueve de la noche, ¿te lo puedes creer? A veces te envidio. – ¿Cuánto tiempo hace que se han ido? –Ya sé, dentro de una semana los echaré de menos, pero hoy siento alivio… ¿suena muy mal? –No – dijo Alicia sonriendo –, necesitas descansar, eso es todo. –Si, eso es todo – dijo Susana consultando el reloj.  19 Esa tarde Alicia evitó pasar por delante de la librería. A pesar de que ya se había comprometido con Elena y de ir cargada de paquetes, prefería no poner a prueba su fuerza de voluntad. Al contrario de lo que creía Elena, Pedro no era el principal responsable de que no hubiera aparecido por su casa durante las tres últimas semanas. Los verdaderos responsables eran sus libros, libros sorprendentes que hablaban de aprender a vivir y de ser fiel a uno mismo, libros que la alejaban irremediablemente de aquella Alicia que pasaba las tardes en el salón de Elena, viendo la televisión o acudiendo a un local de moda  de los que tanto gustaban a María. A veces dudaba y temía, tal y como dijo Elena, que aquellos libros le estuvieran complicando aún más la vida, pues sólo le ofrecían preguntas cuando lo que a ella le urgía era encontrar respuestas. Pero era inútil, no podía dejar de leer, era una adicta que devoraba todo lo que Pedro le proponía. Pensar en libros le hizo recordar que había olvidado coger uno cualquiera para mantener la atención lejos del largo trayecto en autobús que la aguardaba. Dejó marchar un primer autobús que le pareció iba muy lleno. Subió en el siguiente y tomó asiento lo más cerca que pudo de la puerta trasera. Respiró hondo. La parada donde debía bajarse era la penúltima de la línea. Tarde de viernes y ecuador de las fiestas, no pasaría menos de cuarenta y cinco minutos allí sentada. Atajó de inmediato aquel pensamiento y se dedicó a mirar por la ventanilla. La noche llegó antes de que alcanzara su destino. Una explosión de luz ocupó la ciudad. Árboles, fuentes y edificios quedaron iluminados de manera simultánea. El alarde decorativo fue disminuyendo, hasta casi desaparecer, a medida que se aproximaban a su antiguo barrio. El autobús se detuvo delante del mercado. En la distancia, consiguió ver la panadería situada nada mas entrar, a la izquierda. Vendían allí unas galletas con sabor a vainilla que no encontraba en ningún otro sitio. Enfrente de la panadería debería de estar la perfumería pero ese ángulo del mercado no lo veía con claridad y no pudo confirmarlo. Se preguntó si seguiría en la frutería la joven que, sin saberlo, fue la causante del toque de atención que en una ocasión le dio su madre. La chica en cuestión mantenía su brazo derecho, sensiblemente más corto y delgado que el izquierdo, pegado a su cuerpo, y ella, una niña, no podía dejar de mirarlo cada vez que acompañaba a su madre a comprar. En realidad, más que el defecto en si, lo que llamaba su atención era la agilidad con la que atendía a los clientes. Cuando su madre le explicó que con su insistente mirada podía hacerle daño, comenzó a actuar con la misma naturalidad que la joven, para quien el defecto sólo existía en aquellos que la miraban. El autobús reinició la marcha. La próxima parada quedaba a la altura del colegio. Alicia giró la cabeza hacia el lado contrario en el que iba sentada. Habían desaparecido los columpios del patio. Continuaba, en cambio, el viejo sauce bajo cuyas ramas, María, Julia, casada y en otra vida, y ella hallaron complicidad en los juegos infantiles y, más tarde, intimidad cuando los chicos copaban todas las conversaciones. El autobús encaró la recta final del trayecto. Una inmobiliaria sustituía a la juguetería donde con once años le compraron unos patines. Le costó un mes convencer a su madre de que eran inofensivos. Poco imaginaba entonces que los mayores sobresaltos se los daría con la bicicleta que llegó más adelante. Lo siguiente que vio fue una tímida sonrisa reflejada en el cristal de la ventanilla al lado de la mirada curiosa de su compañero de asiento.                  
17 Alicia entretenía la espera ordenando los sobres de azúcar y las cucharillas de plástico que, junto con un bote de leche en polvo, habían encontrado acomodo entre la cafetera y los archivadores. Qué ingenua había sido al creer que una vez provista de los regalos, libre de compromisos, podría desentenderse de las fiestas. El espíritu navideño lo impregnaba todo, incluso la librería. Una actividad inusual impedía a Pedro pasar más de diez minutos seguidos en la galería sin que Luis, su ayudante, le reclamara. Con la sensación de haber corrido por toda la ciudad para nada, cogió el abrigo y se dirigió hacia la escalera. – ¿Tomamos un café? – preguntó Pedro apareciendo por enésima vez. –Me voy, tienes trabajo. – ¿Por qué no me cuentas lo que te pasa? – dijo Pedro dejando el abrigo de Alicia sobre la barandilla de hierro. Si había algo que no dejaba de asombrar a Alicia era la facilidad que tenía Pedro para percibir cualquier alteración en su estado de ánimo. –He pasado la tarde con María. – ¿Tu amiga? –Cada vez la siento más lejos, no sé lo que está pasando. Supongo que el problema soy yo, porque ella sigue siendo la misma. Pedro tomó de la estantería de mimbre, aquella donde guardaba sus libros más queridos, los que releía con frecuencia, una bolsa de papel. –Es para ti – dijo Pedro, dejando la bolsa en la mesa. Alicia se acercó despacio. –Yo no te he comprado nada – dijo incomoda. –Ábrelo. Alicia sacó un paquete de la bolsa y, procurando no romper el envoltorio, dejó al descubierto una caja blanca. En su interior había un diario. Miró a Pedro, sorprendida. – ¿Qué puedo escribir? A mí no me pasa nada interesante – dijo sentándose junto a la ventana. –Escribe cómo te sientes, lo que te preocupa y te da miedo, aquello que no le cuentas a nadie por temor a no ser comprendida. Alicia dejó pasar las páginas entre sus dedos. – ¿Por qué lo haces? –No tiene importancia. –No me refiero al diario. –Lo sé. Pedro rodeó la mesa con la mirada puesta en Alicia, siempre en desventaja, pues nunca sabía lo que él estaba pensando. –Cada día veo como te sientas ahí y miras dentro de ti, y por muy doloroso que te resulte, continúas haciéndolo. Porque quieres saber, porque no te conformas, porque estás luchando. ¿Necesitas más motivos? Alicia no era consciente de estar haciendo todo lo que había dicho Pedro. –Sólo quiero saber qué voy a hacer con mi vida – dijo interceptando una lágrima en su mejilla. – ¿Te parece poco? – dijo Pedro sentándose al lado de Alicia – .Mira, caminar sola no es fácil, pero ¿ qué vas a hacer, detenerte? –No puedo pararme en medio de ninguna parte. –Si sigues adelante, tropezaras con gente que no entenderá qué estás buscando, acaso ya lo hayas hecho. También habrá quien se sienta molesto porque con tu búsqueda dejarás al descubierto las carencias que hay en sus vidas y que no tienen el valor de afrontar. No es asunto tuyo lo que piensen o lo que hagan. No dejes que te distraigan. Lo estás haciendo muy bien. Alicia acarició la tapa, de un rojo intenso, del diario. –Creo que tomaré ese café ahora. –Bien – dijo Pedro incorporándose. – ¿Con quien vas a pasar las fiestas? –Con unos amigos – dijo Pedro. – ¿No tienes familia? –No, el trabajo siempre fue más importante. –Hasta que dejó de serlo. –Si, pero entonces ya era demasiado tarde. –Eso no lo decides tú. – ¿Cómo dices? – dijo Pedro dejando en la mesa dos vasos repletos de café. –Si es o no tarde, no lo decides tú – dijo Alicia reinterpretando las palabras de Amalia. –Puede ser – dijo Pedro sin mucho convencimiento. A las marcas de vasos anteriores, se unieron en la mesa las que dejó Pedro al apretar en exceso los vasos de plástico derramando el café. Lo solucionó poniendo, a modo de mantel, dos folios blancos, que rápidamente quedaron impregnados de círculos marrones. Alicia se llevó parte del papel al coger su vaso lo que le provocó la risa ante la mirada complacida de Pedro.          
15Le gustaba sentir, en la suya, la mano pequeña y arrugada de Emilia cuando la acompañaba a la habitación; le conmovía la sonrisa perdida de Eugenia y sus caricias, aunque no fueran para ella; le dolía la vulnerabilidad y el miedo en los ojos de Rosario; odiaba meter prisa a Juan para que comiera y no escuchar a Pilar como ella necesitaba.Alicia palpó el cable hasta dar con el interruptor. Sin ser brillante, la luz la obligo a cerrar, momentáneamente, los ojos.–Es lo que siempre he hecho – repitió, esta vez, en voz alta.¿Qué tipo de respuesta era esa? ¿Cuánto tiempo era siempre? Tras un rápido recuento concluyó que eran seis años. A los que había de añadir alguno más si quería remontarse a los días en que decidió su profesión, una elección que creyó definitiva.Fue durante el verano que cumplió quince años cuando se aficionó a observar el cielo. Lo tenía muy a mano en la décima planta del hospital. Lo contemplaba sobre todo por las noches, al cerrar la puerta de la habitación y quedarse a solas con su madre. A veces bajaba la mirada y veía a la gente apresurándose hacia sus casas, un autobús semivacío o la luz verde de un taxi solitario esperando a la entrada del hospital la salida de algún familiar rezagado.Apenas permanecía unos segundos en aquella actividad ilusoria que transcurría a escasos metros de distancia. Prefería la proximidad de las estrellas que, sobreponiéndose a las potentes luces de la ciudad, brillaban en un cielo sereno y confiado.Cuando el cansancio la vencía, se reclinaba en la cama y su madre, a quien suponía dormida, ponía la mano sobre su cabeza y, así, entre breves intervalos de sueño, esperaban la llegada de otro día.Raudos y sigilosos, los uniformes desfilaban por la habitación desde primera hora de la mañana. Los había de tres colores: azul, verde y blanco. Colocaban el termómetro, extraían sangre, dejaban comida, hacían la cama y pasaban consulta; por la tarde desaparecían. Por la tarde, con la ayuda de Elena o Amalia bañaban a su madre.Dos años más tarde, en el aula de prácticas, aprendió el protocolo correcto a seguir ante cualquier intervención con un paciente. Pero, últimamente, tenía la desagradable sensación de que los ancianos sólo veían en ella un uniforme blanco corriendo por los pasillos.16 Resultaba difícil caminar por las calles más céntricas, aquellas donde se concentraban la mayoría de los comercios. Toda la ciudad era un exceso, un desenfreno en el que Alicia se había sumergido resignada, pero del que estaba resuelta a emerger esa misma tarde. Se encontraba a un solo regalo de conseguirlo. Se aferró a este pensamiento mientras hacía un nuevo esfuerzo por no quedarse rezagada. Le costaba mantener entre el gentío el paso decidido de María, pero no la convino a andar más despacio. Gracias a su entusiasmo y al conocimiento que tenía de las tiendas más económicas y originales, iba a zanjar el molesto asunto de las compras en unas horas. La elección de un perfume para Elena le provocó un incipiente dolor de cabeza, muy oportuno para convencer a María de que buscaran un lugar tranquilo donde refugiarse del espíritu navideño. María limpió con una servilleta de papel su parte de la mesa, examinó la taza, en la que no se distinguía el nombre del bar, y miró, abiertamente, a los dos hombres que bebían en la barra, antes de fijarse en Alicia. –Te encuentro más animada. Menos moleta, pensó Alicia, que durante la ajetreada conversación de tienda en tienda; se había limitado a tocar temas convencionales, sin hacer ninguna alusión a cómo se sentía. –Es posible. – ¿Y tiene algo que ver en ese cambio el misterioso hombre con el que pasas las tardes? Alicia sacó la extenuada bolsita del agua y la dejó en el borde del plato. A Elena le había faltado tiempo para contarle a María lo poco que sabía de Pedro. –No tiene nada de misterioso. –Bueno, pues cuéntame cosas de él. –Se llama Pedro. – ¿Está casado? Alicia se encogió de hombros. – ¿Dónde vive? –No lo sé. – ¿De que habláis?, eso si lo sabrás. Alicia sonrió ante la posibilidad de compartir sus conversaciones con Pedro. –De todo, con él se puede hablar de cualquier cosa. – ¿Cómo es? Alicia dejó la taza en el plato y miró por encima de María. –Le gusta la música clásica, leer poesía, subrayar y hacer anotaciones en los márgenes de los libros, hablar, aunque prefiere escuchar… –Físicamente –dijo María. –Normal. No hay nada de particular en su aspecto–dijo Alicia volviendo a coger la taza. – ¿Cuántos años tiene? –No se lo he preguntado. –Pero es mayor… Alicia asintió. –No te conviene. –Sólo es un amigo – dijo Alicia, confiando en que la aclaración llegaría a oídos de Elena. –Necesitas divertirte, salir con gente de tu edad. – ¿Y no es eso lo que estamos haciendo? María la miró sin decir nada. Apartó, a un lado de la mesa, su taza vacía haciendo sitio a una voluminosa agenda. – ¿Cuándo vas a hacer el seguro de la casa? –No te preocupes, te llamaré cuando lo vaya a hacer. –Pero no tardes mucho, en las casa antiguas, antes o después surgen problemas – dijo Elena cerrando la agenda. Mientras que María consultaba los cambios que se habían producido en su teléfono en el tiempo que llevaban en el bar, Alicia reunió todas las bolsas. La tarde no estaba perdida; si se daba prisa, todavía podía dejar los regalos en casa y pasarse por la librería.                                                                 
13 Hoy estaba de suerte, sólo pasaban treinta minutos de las tres de la tarde cuando traspasaba la puerta del trabajo y salía a la calle. Después de varios episodios desagradables en el autobús, Alicia caminaba siempre que el cansancio se lo permitía. Algo que sucedía cada vez con más frecuencia. Sus piernas se habituaban a las caminatas y raramente le reprochaban el esfuerzo añadido que les exigía. Esa tarde caminaba despacio, no tenía prisa y necesitaba pensar. Abrirse a otra persona suponía un riesgo. Quedar expuesto ante alguien que no apreciaba la confianza que se había depositado en él producía una sensación de desaliento de la que era difícil desprenderse, pero tenía que hacerlo. No podía quedarse en el silencio donde nadie pudiera ayudarla. Precisaba de una mirada objetiva con la que orientarse en la vorágine de emociones donde permanecía enredada. Esa mirada era la de Pedro. La promesa de una conversación interesante la había llevado, durante el último mes, a visitar asiduamente la librería. Aún así, su conocimiento sobre Pedro era muy limitado. Lo que tiempo atrás le hubiera parecido un obstáculo insalvable para sincerarse con otra persona, lo veía hoy como una ventaja. Si se equivocaba con Pedro, la decepción sería infinitamente menor tratándose de alguien a quien apenas conocía; y no por falta de curiosidad. A pesar de sus esfuerzos, era consciente de que su estado de ánimo tendía a ser sombrío. Algún día preguntaría a Pedro por qué había elegido una compañía así. Por ahora, su mirada directa y hermética le negaba la respuesta. A cambio, le proporcionaba la serenidad donde descansar de la continua agitación en que vivía; renunciar a esa tranquilidad era un lujo que no pensaba cuestionar. Adoptando la velocidad que marcaba la figura luminosa que apareció en el semáforo, cruzó dos carreteras para acceder al paseo central del bulevar. Caminó bajo los árboles, pisó sus hojas y disfrutó del breve respiro que le daba la ciudad.14 – ¿Crees en la intuición? Pedro miró, por encima de las gafas, hacia la ventana. Alicia observaba la calle de espaldas a él. –Si, creo que existe un conocimiento innato en nosotros. Alicia se volvió. Pedro había dejado encima de la mesa los documentos que estaba revisando. –Quizá una intuición no sea la mejor explicación para lo que me sucedió hace unos meses en el trabajo. – ¿Por qué no te sientas? –Vi mi futuro a través de la imagen agotada de una compañera. Fue un instante, pero tuve miedo – dijo Alicia sin moverse. – ¿Te gusta tu trabajo? –Es lo que siempre he hecho. –Eso no es lo que te he preguntado– Pedro continuó hablando cuando comprendió que no obtendría ninguna respuesta–Lo que tú llamas intuición es el verdadero conocimiento. Nace libre en tu interior, sin condicionamientos. –No sé qué hacer con él. – ¿Seguro que no lo sabes? –No creo que te dijera nada que tú no supieras ya – insistió Pedro. Alicia no recordaba cuánto tiempo llevaba justificando el malestar que sentía no sólo en el trabajo, sino con su vida en general. –Es cierto – reconoció. –Si no la escuchas, puede enmudecer. Si eso ocurre, ¿quién te avisará de tus errores? ¿Eso era lo que hacía la voz, advertirla cuando se equivocaba? Si era así, tuvo el convencimiento de que no la escucharía mientras estuviese allí. – ¿Puedo hacerte una pregunta? –Prueba a ver – dijo Pedro. –Es personal – dijo Alicia regresando a la mesa. – ¿Qué quieres saber? Alicia quería saberlo todo de él. –Me gustaría saber algo más de ti. Pedro se quitó las gafas. La mirada expectante de Alicia puso una ligera sonrisa en su boca. –Hubo una época de mi vida en que me sentía desencantado y sin ningún interés por lo que hacía. Trabajaba como directivo en una importante agencia de publicidad… – ¿Eras un ejecutivo? –Me temo que si – dijo Pedro al percibir cierta decepción en ella. –Perdona, continúa – dijo Alicia incapaz de imaginarse a Pedro desempeñando otro trabajo que no fuera el de librero. –Bueno, no hay mucho que contar. Un día me pregunté si quería pasar toda mi vida tratando de convencer a la gente de que comprara cosas que no necesitaba y como puedes ver, la respuesta fue no. – ¿Por qué una librería? –La librería llegó más tarde. Durante un año no hice nada, y fue el tiempo mejor empleado de mi vida. Parece una contradicción, ¿no? Alicia estaba segura de que cuando terminara de hablar no lo parecería. –No hice nada de lo que normalmente entendemos por productivo. Había días en que no veía ni hablaba con nadie, pasaba horas en silencio, leí muchísimo, recuperando lo que una vez fue mi mayor afición. Era moderadamente feliz. Porque como ya debes saber – dijo Pedro poniendo mayor énfasis en su calida voz – la felicidad completa no existe. Alicia no pensaba cuestionar aquella afirmación. –Por más que mis necesidades materiales eran reducidas, no podía prolongar aquella situación indefinidamente – continuó Pedro –, antes o después tendría que buscar otro empleo y me daba cuenta de que no podría incorporarme a la acelerada vida que transcurría al otro lado de la ventana sin perder la paz que disfrutaba, a no ser… que los libros y el silencio, que tan bien me hacían sentir, formaran parte de mi nueva ocupación. Pedro hizo un gesto elocuente con las manos con el que dio por finalizada su historia – ¿Sabes lo que si es una contradicción? – dijo Alicia inclinándose sobre la mesa – ,que ahora vendes algo necesario y no haces nada para convencer a la gente de  que lo es. –Ahora confío en la capacidad de la gente para descubrir por si misma, al igual que hice yo, qué consideran necesario. Espero y confío. Espero que entren, no importa el motivo: conseguir respuestas, compañía para hacer más amena una espera, poner un toque de aventura en sus vidas, pasar el rato, refugiarse del frío o el calor. Y confío en que vuelvan, muchos lo hacen –dijo Pedro – poniéndose nuevamente las gafas.                                 
12 No había dejado de llover desde que regresó del pueblo. Tres días seguidos de una lluvia pausada, monótona, casi opresiva. El otoño mostraba su verdadero rostro uniéndose al de Alicia en el cristal de la ventana. No le temía. Sentía que se adaptaba a él con mayor naturalidad que a las demás estaciones del año. Detuvo el vaivén de la mecedora y  alternó la taza entre las manos para soportar mejor el calor que desprendía. Ayudándose con la cuchara presionó el contenido de las dos bolsitas contra la pared de la taza. El agua se tiñó de color rojizo y el aroma a rosas se hizo más intenso. Se demoró en cada sorbo y, más tarde, en escoger una prenda apropiada para la lluvia. Dudó si llevar la mochila o guardar en los amplios bolsillos del impermeable lo estrictamente necesario: las llaves, un pequeño monedero y, lo más importante, el libro. Había decidido ir a la librería y pagar su importe. El trato consistía en comprarlo si le servía de ayuda. No estaba segura de que hubiera sido así, pero de lo que si estaba convencida era de que tenía que volver a la librería y agradecer el gesto, desinteresado, que aquel hombre tuvo con ella. Finalmente, desechó la idea de cargar con la mochila. La librería estaba a pocos minutos y no emplearía mucho tiempo en pagar el libro, intercambiar alguna palabra amable y volver a casa. Dos mujeres mantenían ocupado al que Alicia ya consideraba el dueño de la librería. Las miradas de los tres se detuvieron en ella, después de que el tintineo de la campanilla delatara su presencia. Presurosa, bajó los escalones y se puso a hojear los libros de la estantería más cercana. El mostrador se encontraba desierto y no había señal alguna del joven que, dos semanas antes, la arrancó de su ensimismamiento en el mismo sitio donde hablaban en voz queda el librero y las mujeres. La decepción se dibujaba en la cara de la menor de ellas cuando los tres se dirigieron hacia el mostrador. – ¿No prefiere esperar en la galería? – preguntó el hombre al pasar junto a Alicia. –No quiero molestarle, está ocupado y  yo sólo… –Enseguida estoy con usted – la interrumpió él retirando la cadena de la escalera. La galería era más espaciosa de lo que parecía a simple vista. Al fondo, una ampliación había sido transformada en un rincón de trabajo con una mesa redonda y dos sillas. En el alféizar de la ventana se amontonaban archivadores junto a una cafetera eléctrica a medio llenar y una torre invertida de vasos de plástico. Alicia eligió, para sentarse, la silla más próxima a la ventana, y esperó. A excepción del mostrador y el recodo que había detrás de él, donde comenzaba la escalera por la que había subido, veía la práctica totalidad de la librería. Rodeada de todos aquellos libros, aguardando pacientes que alguien les diera vida, se reafirmó en su primera impresión de haber descubierto un lugar especial. – Y bien, ¿qué opinión le merece el libro? ¿Le ha sido útil? – preguntó el librero haciendo su aparición en la galería. –Si le digo la verdad, no lo sé. Pero me ha dado mucho en que pensar. –Eso quiere decir que ha cumplido su misión. –Siendo así, tendré que comprarlo. Una leve sonrisa suavizó el semblante del hombre. – ¿Cómo te llamas? –Alicia. –Encantado de conocerte Alicia, yo soy Pedro. Alicia estrechó la mano que, por encima de la mesa, le ofrecía Pedro. –Veo que has tomado notas – dijo Pedro reparando en la hoja escrita que sobresalía por la parte superior del libro. –Son reflexiones que me surgían según iba leyendo – dijo Alicia atrayendo el libro hacia si. Pedro apoyó la espalda en el respaldo de la silla sin dejar de mirar a Alicia. – ¿Te apetece un café? Alicia asintió en silencio, todavía sorprendida con el giro que tomaba el encuentro. –Me gustaría que me recomendara otros libros – dijo mientras miraba consternada el vaso de café negro que dejaba Pedro delante de ella. –Aún no hemos hablado de éste. Dime que has sacado en claro de su lectura. Alicia ya esperaba la pregunta, pero renunció a la respuesta que llevaba preparada. –Pues que no necesito vitaminas y que no me estoy complicando la vida a propósito. Pedro movió afirmativamente la cabeza. –Creo que ésas eran, exactamente, las conclusiones a las que pretendía llegar el autor cuando escribió el libro. Alicia se extrañó al escuchar su propia risa y el efecto que en ella causaba. El semblante adusto de Pedro dejó de impresionarla y se olvidó de todo lo que no fuera aquella conversación lentamente construida, entre silencios e interrupciones, en un ambiente de irrealidad. Sin embargo, el sabor  del café amargo en la boca y las protestas con que era recibido en su estomago eran auténticos. Se encontraba en el segundo piso de una librería hablando con un desconocido que, desbaratando los numerosos consejos que había recibido hasta ese momento, le animaba a continuar profundizando en el malestar que sentía. –Observa adónde te lleva, pero con prudencia – le dijo antes de despedirse. Se llamaba Pedro, eso era todo lo que sabía de él cuando salió de la librería; eso, y que volvería a sentarse en aquel rincón tranquilo y ordenado, muy distinto del caos en el que se había convertido su vida.                          
10 Andar pausado, mirada atenta y una o varias bolsas blancas con el emblema de la feria eran tres rasgos comunes a todos los forasteros que pululaban por los alrededores de la plaza. Alicia se preguntó cómo sería la vida en el pueblo a partir del lunes, sin el reclamo de la feria. – ¿Te gusta vivir en el pueblo? –Es más fácil – dijo Amalia. – ¿En qué sentido? – quiso saber Alicia. –Aquí nunca viví con tu tío. Pensativa, sin escuchar las explicaciones y anécdotas con las que Amalia ilustraba el paseo, Alicia se dejó guiar por el laberinto de calles que era el casco antiguo. Siempre había creído que con la decisión de regresar al pueblo tras la muerte de su tío, Amalia perseguía estar más cerca de su familia directa. Pero estaba equivocada. Como ella con el reciente cambio de casa, lo que Amalia deseaba era un escenario nuevo donde continuar viviendo con los únicos recuerdos que llevara consigo y, como pudo comprobar anoche, Amalia se había traído los mejores recuerdos, aquellos que merecía la pena atesorar, los más numerosos. Pero seguir el ejemplo de Amalia no era una tarea sencilla. Las circunstancias que habían hecho posible que hoy estuvieran paseando las dos solas por aquellas callejuelas eran muy diferentes, sino en el desenlace, si en su desarrollo. Su tío Paco había muerto repentinamente, sin sufrimiento. En cambio, la prolongada enfermedad que, con escasos años de diferencia, padecieron sus padres había dejado grabada en su memoria una galería de imágenes desoladoras que insistentemente se interponían en cualquier recuerdo agradable que pudiera tener. Esta situación se había venido repitiendo persistentemente, hasta ayer. Para disgusto de Alicia, las calles se ensancharon y aparecieron los coches. Como las aceras eran muy estrechas, cuando no inexistentes, la gente se veía forzada a invadir continuamente la carretera provocando un considerable atasco que, para su sorpresa, sobrellevaban todos, vehículos y peatones, con una paciencia envidiable. Más grato le resultó comprobar como las nuevas viviendas que se levantaban a la salida del pueblo respetaban el estilo de construcción, con piedra, propio de la comarca. Siguiendo la carretera principal, flanqueada por coches y algún que otro autocar, llegaron al río. El otoño, que iniciaba su andadura en la ciudad, parecía en cambio despedirse del pueblo. Mirando al cielo, Amalia no dudó en pronosticar, en las próximas horas, la primera nevada de la temporada. Alicia confiaba en que la previsión de Amalia se cumpliera antes de su partida. Hacía años que no veía nevar, tantos como los que tenía Marta. – ¿Sales con algún chico? La pregunta de Amalia le devolvió al pueblo. –No es el momento. – ¿No es el momento? Eso no lo decides tú – dijo Amalia divertida. – ¡Claro que si! – dijo Alicia. –Cuando conocí a Paco – dijo Amalia cogiendo del brazo a Alicia y llevándola hacia la carretera – tenía cincuenta años. Si alguna vez pensé en casarme, te aseguro que ya lo había descartado– La sonrisa, tan bien dispuesta en la cara de Amalia, se ensombreció por un instante– No me di cuenta de lo sola que estaba hasta que él me tocó por primera vez. Alicia trago la saliva que se le había acumulado en la garganta antes de hablar. –Un hombre sólo añadiría confusión, y créeme de eso ya tengo bastante. –No quiero entrometerme en tu vida – dijo Amalia. – ¿Pero…? – continuó Alicia. –No te cierres ninguna puerta. –No lo haré – dijo Alicia evitando la mirada de Amalia.11A la mañana siguiente, sin el cuidado que puso dos días antes, Alicia comenzó a preparar el equipaje. Ya no le parecía tan buena la idea de interrumpir la rutina por unos días. ¿Cómo iba a contentarse, de ahora en adelante, con el trocito de cielo que veía al asomarse a su balcón cuando aquí tenía más del que podía abarcar con la mirada?Olvidando el equipaje, se volvió nuevamente hacia la ventana. Una ligera llovizna mojaba los tejados que, como enormes escalones, descendían hasta la plaza, ocupada por la carpa que albergaba la feria. Espesas nubes le habían hurtado un amanecer cuya belleza ni siquiera se atrevía a imaginar en aquella posición privilegiada de que disfrutaba en lo más alto del pueblo, y ahora la lluvia amenazaba con arruinar los planes que Amalia y ella tenían para esa mañana. Contrariada, terminó de hacer el equipaje. Colocó en la mochila la miel, las infusiones y los caramelos que había comprado en la feria y rescató el reloj del bolsillo del pantalón.Su ánimo se fue restableciendo a medida que empeoraba el tiempo. El camino que conducía a la ermita era de una subida constante, aunque no muy pronunciada. El final del camino lo hicieron envueltas en lo que Alicia pensaba era una densa niebla. Amalia la sacó de su error.Agrupadas en una masa compacta, las nubes se habían deslizado hasta la mitad de la montaña. Amparada por la escasa visibilidad, Alicia sonreía pensando en la reacción de Elena cuando le dijera que había caminado entre nubes. Sobria y sin ornamentos, cediendo todo el protagonismo al impresionante paisaje que la acogía, la ermita apareció ante ellas en el centro de una reducida y blanca explanada. Después de rodear la ermita, Alicia se detuvo delante de la puerta.– ¿Se puede entrar?–En semana santa, cuando sacan en procesión a la virgen, y en el mes de agosto, durante las fiestas.Alicia recorrió la explanada tratando de retener cada elemento del paisaje: el pueblo encajado en las montañas, la ermita, su huella en la nieve intacta. Con sólo cerrar los ojos sería capaz de reproducirlo todo sin importar donde se encontrara.–Puedes volver cuando quieras – dijo Amalia.–Podría gustarme – advirtió Alicia.                                                                            
9 Tan sólo cuando vio las vigas de madera, Alicia logró recordar donde se encontraba. La casa estaba en silencio. Ningún sonido llegaba del exterior, sólo un hilo de luz conseguía franquear la ventana que Amalia se encargó de cerrar anoche. No sabía que hora era. El reloj continuaba en el bolsillo del pantalón donde lo guardó, después de desprenderse de él en el tren. Sentía curiosidad por ver el pueblo a la luz del día, pero se dio unos minutos más antes de levantarse. La habitación se fue haciendo visible en todos sus detalles. En un rincón del cuarto, oculta bajo una funda gris, descansaba la maquina de coser con la que Amalia se había ganado la vida durante años. A continuación aparecieron dos sillas sin relación alguna entre si ni con la butaca donde, la noche anterior, dejó su ropa. El resto del mobiliario lo completaban la cama y el armario, en cuya puerta un espejo reflejaba una figura encogida ocupando una pequeña parte de la cama. Le costaba moverse bajo el peso de las mantas, quizá fuera ese el motivo de que hubiera pasado toda la noche en la misma posición, pero no explicaba el que hubiera dormido de manera continuada y sin sobresaltos. Una situación a la que podría acostumbrarse sin ninguna dificultad, pensó, estirando las piernas. El reencuentro con Amalia le había traído muchos recuerdos y ahora se daba cuenta de que ésa era la principal razón por la que no se había decidido a venir antes. Como si siempre lo hubiera sabido, Amalia bordeó con cautela el pasado en la larga conversación que siguió a la cena. Hábilmente, recuperó situaciones entrañables, episodios divertidos vividos en familia que ella creía olvidados. Sin dar tiempo a que la nostalgia se posara sobre esos instantes, cuidadosamente seleccionados, saltaba al presente para interesarse tanto por la familia como por vecinos y conocidos de cuando vivía en la ciudad. Pero a pesar de los esfuerzos de ambas por evitarla, la emoción se hizo presente cuando Amalia le confesó lo que para ella había sido evidente al descubrirla en la estación saludando su llegada con el brazo, lo feliz que le hacía tenerla en su casa. Habían transcurrido dos años desde la última vez que se vieron y no apreció muchos cambios en Amalia. Tenía el pelo más blanco, y las gafas, que antes sólo utilizaba para coser, se habían instalado definitivamente en su cara delgada, de amplia sonrisa y abundantes arrugas, excesivas para sus sesenta años recién cumplidos. Los mismos que tendría su tío si su corazón no se hubiera detenido de manera absurda cuando más feliz era. Sintió como se le formaba un nudo en la garganta, no necesitó más para levantarse. Encontró a Amalia limpiando de hojas secas las macetas que, alineadas junto a la pared, rodeaban todo el patio. Llamó su atención dando unos golpes en el cristal de la puerta. Amalia dejó lo que estaba haciendo y, sonriente, entró en la cocina. – ¿Has dormido bien? –Demasiado bien – dijo Alicia al ver la hora en el reloj que había sobre la chimenea. –El cuerpo es sabio, sabe lo que necesita. – dijo Amalia poniendo dos tazas en la mesa– ¿Cómo tomas el café? –Con leche. –Había pensado que podíamos ir a la feria que han organizado en la plaza. – ¿Una feria? –Si, es una muestra de productos típicos de la región: comida, ropa, artesanía… De todo un poco – explicó Amalia. –Parece interesante – dijo Alicia arrimando la silla al fuego. – ¿Tienes frío? –Quiero ver el fuego de cerca. Amalia removió la lumbre, aumentando el tamaño de las llamas. –Aquí no tenemos calefacción. –Se está muy bien – aseguró Alicia. –Todavía no me has contado cómo es tu nueva casa. –Pequeña, pero a mí me gusta. –Mejor así. – dijo Amalia – Fíjate en esta casa. Utilizo la cocina, la salita donde está la televisión y arriba una habitación… Es muy grande para mí. Alicia reparó en el tamaño de  la cocina. La mitad de su casa cabría allí sin problemas. El fuego encendido la convertía en la estancia más confortable, y no era de extrañar que fuera el lugar preferido por Amalia para pasar la mayor parte de su tiempo. –Ahora vivo en el centro – dijo Alicia. –Lo sé, me lo dijo Elena. – ¿Qué más te dijo? – preguntó Alicia con curiosidad. Amalia vertió el café en las tazas y miró a Alicia. –Me dijo que la casa es muy pequeña, que está en una calle siniestra y que queda muy apartada de tu trabajo. –Todo es cierto, menos que la calle sea siniestra…, bueno, de noche un poco. Sólo hay una farola, insuficiente para iluminar toda la calle. –Eso es lo de menos. Lo importante es que tú estés bien. ¿Lo estás? – preguntó Amalia. –Lo estaré. –Te costará adaptarte, pero creo que has hecho bien en cambiar de ambiente. –Si, yo también lo creo – dijo Alicia convencida.      
  La joven Alicia trabaja en un centro geriátrico. Un buen día, ve en el cansado y deprimido rostro de su compañera su propio futuro. Si no cambia en su forma de vivir o  de ver la vida, lo que le espera no es nada alentador. Tras entrar en una librería, la persona que la atiende le recomienda un libro con el siguiente trato: si el libro le ayuda en algo, tendrá que pagarlo. A partir de entonces, Alicia ve cómo su vida se va transformando gracias a Pedro un librero, su tía Amalia y su casa rodeada de altas montañas y sus libros…
7 La salida del tren era inminente cuando una viajera rezagada irrumpió en el andén. A cierta distancia, una voluminosa maleta la seguía, sorteando, sin problemas, a las pocas personas que quedaban en el andén. Visiblemente fatigada se detuvo al llegar a la cabecera del tren. Después de palpar una chaqueta de corte masculino, sacó de uno de los bolsillos un billete idéntico al que Alicia tenía entre sus manos. Pasó unos instantes concentrada en la cartulina amarilla antes de retomar la maleta  y retroceder parte del camino recorrido. Con ambas manos levantó la maleta del suelo y subió a uno de los vagones centrales. Alicia introdujo el billete entre las páginas del libro. Planear la breve escapada del fin de semana le había liberado, por unas horas, de la apatía en la que estaba inmersa. Aunque en un principio no pensó en serio en realizar el viaje, pues el pueblo de Amalia estaba a una distancia considerable para los dos días libres de que disponía, la idea de abandonar el entorno tan cerrado en el que se movía a diario se fue haciendo más atractiva hasta convertirse en una necesidad. Estaba convencida de que, durante la hora que pasaron hablando por teléfono, Amalia había percibido esa inquietud en ella. Teniendo en cuenta las evasivas con las que había desatendido sus anteriores invitaciones para que fuera a conocer el pueblo, no tenía mucho sentido que renovara su ofrecimiento. Pero lo hizo, y esta vez  no dudo en aceptar la oportunidad que se le presentaba de salir de la ciudad. A través de los altavoces se anunció algo ininteligible y el tren inició la marcha. Desde el andén, Alicia lo vio perderse en la maraña de vías que se extendían, más allá, de la estación.     8 Mientras esperaba la salida del tren y observaba el ir y venir de los pasajeros, Alicia cayó en la cuenta de que la única maleta que tenía era excesivamente grande para un viaje tan corto. Ese era el motivo de que se encontrara en casa de Elena sujetando la escalera desde la que su cuñado intentaba acceder al trastero y a un bolso de viaje que se le resistía. – ¿Qué haces leyendo filosofía? – preguntó Elena. La pregunta cogió por sorpresa a Alicia, que sólo acertó a decir que el libro era prestado. Marta se dejó ver al final del pasillo con la boca sospechosamente abultada, y Alicia comprendió tarde que había abandonado la mochila a su suerte. – ¿Quién te lo ha prestado? Alicia le contó lo sucedido en la librería que encontró por casualidad camino de casa, pero a Elena le parecía raro. – ¿Y si no te gusta no te lo quedas? –Sus palabras exactas fueron” si no le es de utilidad.” – ¿Es éste el bolso? – preguntó Miguel enseñando una bolsa de deporte azul. –No, es marrón – dijo Elena molesta con la interrupción. Alicia, que se había olvidado de su cuñado, volvió a sujetar la escalera. –No lo entiendo – dijo Elena. Sentada en el suelo del concurrido pasillo, Marta miraba alternativamente a una y a otra a la vez que se esforzaba en reducir el amasijo de caramelos que se le había formado en la boca. –El libro que elegí no me convencía, supongo que quería aconsejarme. – ¿Sin cobrarte? Alicia reconocía que la situación no era muy habitual. Claro que era normal que en una librería aconsejaran a un cliente, pero sin que éste lo solicitara ya no resultaba tan normal; y menos aún si con su intervención renunciaban a una buena venta. La guía de la felicidad costaba el triple que aquel librito que tanto revuelo estaba causando. –Tal vez sea una nueva técnica para captar clientes- dijo Alicia en un tono despreocupado. – ¡Ya lo tengo! – dijo Miguel agitando triunfante el bolso marrón y llenando a todos de polvo. En ese momento Alicia decidió que lo primero que haría a su regreso del pueblo sería comprar una maleta que se adaptara a sus necesidades. Después de cenar, Alicia fue a despedirse de Marta. De su habitación salía un débil resplandor que iluminaba parte del pasillo. Se asomó por la puerta entreabierta. Marta coloreaba de negro el tejado de una casa. Una sonrisa en la carita de la niña le indicó que había sido descubierta. – ¿Te vas? –Si, es tarde. Alicia abrió la puerta por completo. Algunas pinturas habían rodado por la mesa para detenerse en la alfombra junto a una muñeca a medio vestir y las piezas desparramadas de un puzzle. Un tanto abandonados, los peluches se dividían entre una estantería, a la que Marta no alcanzaba si no era subiéndose en una de las sillas que acompañaban a la mesa en la que ahora dibujaba, y la cama. Más accesible, una segunda estantería se iba llenando con los cuentos que Alicia compraba. –Tía, ¿de qué es tu libro? – preguntó Marta girando la hoja de papel hasta dejar el tejado boca abajo. Alicia miró la sillita vacía y optó por sentarse en la cama. –De gente que está perdida. – ¿Dónde se pierden? –En todas partes. Marta dio por terminado el dibujo y corrió a subirse encima de Alicia, provocando la risa de ambas. – ¿Encuentran el camino de su casa? – ¿Quién? –La gente de tu libro – dijo Marta impaciente. –No dejan de intentarlo. –Yo sé venir sola del colegio. – ¿Me das un beso? Los labios de Marta se apretaron con fuerza en la mejilla de Alicia para abrirse después en un disimulado bostezo. –Es hora de dormir – dijo Alicia. – ¿Puedo ir contigo a ese pueblo? –Esta vez no, pero te traeré una cosa. –Vale. –Vale – repitió Alicia alborotando el pelo de la niña. – ¿Sabéis qué hora es? – se escuchó la voz de Elena acercándose por el pasillo. Marta y Alicia sonrieron en silencio. –Buenas noches. –Adiós, tía. El parpadeo de la luz roja que emitía el tercer botón del ascensor advertía de una puerta abierta en alguna parte del edificio. –Deberías aprovechar estos días para descansar. Podrías ir en verano, con más tranquilidad. Seguro que Amalia lo comprende – dijo Elena golpeando por tres veces la puerta del ascensor. El verano quedaba demasiado lejos para entrar en los planes de Alicia. –Ya tengo los billetes, no puedo aplazarlo. Todos los botones quedaron a oscuras hasta que Alicia presionó el que mostraba una flecha indicando la dirección de subida. –Me sentará bien un cambio de aires – dijo Alicia apropiándose de las palabras de María cuando le dijo que el trabajo le impediría ir a la sierra. –Es posible – admitió Elena. –Te llamo a la vuelta – dijo Alicia entrando en el ascensor. –Hay algo que no término de entender – dijo Elena, impidiendo que la puerta del ascensor se cerrara –. ¿Por qué te recomendó ese hombre un libro de filosofía? ¿De qué trataba el libro que habías elegido tú? –Nunca está de mas reflexionar sobre uno mismo – dijo Alicia obviando la segunda pregunta. – ¿Qué tienes que pensar? Eres joven, tienes salud, un trabajo seguro y si te lo propusieras, podrías encontrar una pareja. ¿Por qué te empeñas en complicarte la vida? –No lo sé, puede que este libro – dijo Alicia tocando la mochila – me ayude a comprender por qué todo eso no es suficiente. Elena hizo el gesto característico de negar con la cabeza que Alicia conocía tan bien. –No te olvides de llamar – dijo Elena soltando la puerta del ascensor.        
6 En el comedor todavía quedaban algunos familiares que habían tomado el relevo de Susana ayudando a los ancianos con la comida. Alicia hizo balance de las cuatro mesas que aún faltaban por recoger. Por mucho que insistiera su hija, Elvira no se terminaría el puré, le daba cinco minutos antes de que pidiera el postre; Juan tenía el pollo troceado y se desenvolvía bien solo; Teresa comía de buena gana el yogur que le ofrecía su sobrina y Eugenia esperaba el batido que Susana no tardaría en traer de la farmacia. Con el comedor bajo control, Alicia cogió un carro vacío y se dispuso a retirar las bandejas de las habitaciones. –Pilar, ¿adónde va? – preguntó Alicia pegando el carro a la pared. – A mi habitación.  –No puede ir sola. Quédese aquí, vengo enseguida – dijo Alicia volviendo a sentar a        la anciana en el sillón del que a duras penas había conseguido levantarse. –Si hija, te espero. Alicia pasó por delante de Pilar varias veces antes de poder ocuparse de ella. –Ya nos vamos – dijo Alicia incorporando a la anciana. Con Pilar agarrada de su brazo, avanzaron penosamente por el pasillo. – ¡Ay, hija! No sabes lo mal que lo estoy pasando. Si al menos tuviera la cabeza perdida y no me diera cuenta de nada… –No diga eso – dijo Alicia abriendo la puerta de la habitación. –Con lo bien que estaba en mi casa. –Puede volver cuando se recupere. Guardaron silencio. Las dos sabían que eso no iba a ocurrir. – ¿Dónde me dijo que vivía? – preguntó Alicia. –Enfrente de la catedral. –Esa zona está imposible con las obras. Yo vivo cerca de allí. La anciana miró a Alicia con renovado interés. –Hace dos meses que me trasladé – dijo Alicia. – ¿Y te gusta el barrio? –Creo que si. –Ha cambiado mucho desde que, de recién casados, mi marido y yo nos fuimos a vivir allí. Los comercios, las calles, la gente…todo ha cambiado tanto. –Acuéstese. –Todas las tardes bajaba a merendar a una cafetería que hay al lado de mi casa. A lo mejor la conoces. Tienen las mejores tartas de la ciudad. Las hacen ellos mismos. –No la conozco – dijo Alicia. –Mi tarta preferida era la de manzana. Alicia bajó la persiana, lo justo para oscurecer ligeramente la habitación. –Es una cafetería muy tranquila y agradable. Alicia dejó las gafas de Pilar sobre la mesilla. –Mis vecinas me ayudaban, podía haber seguido en mi casa más tiempo. –Procure dormir un poco – dijo Alicia cubriendo las piernas de Pilar con la colcha. –Mañana, ¿vienes tú a levantarme? –Si. –Hasta mañana. –Hasta mañana – dijo Alicia saliendo de la habitación. El primer indicio del otoño se dejó sentir en su cara sacándola del aturdimiento. La puerta de la pequeña terraza donde se escapaban cuando conseguían arañar unos minutos al trabajo estaba abierta. Alicia se reunió con Susana en la soleada pared de donde pronto se retiraría el sol. – ¿Hemos acabado? –Hay que rellenar el parte de incidencias y pasar los datos a las gráficas, pero necesitaba fumarme un cigarro – dijo Susana. Y dejando caer la ceniza al suelo añadió– Mañana volvemos a estar solas. –Qué novedad. –Ya no soy tan joven, y me cuesta sacar tanto trabajo adelante. Alicia miró a Susana para comprobar si hablaba en serio. Tenía treinta y seis años, diez más que ella. ¿Cómo podía ser un problema la edad? –Diez años se notan más de lo que piensas. Alicia apartó la mirada de su compañera; cerró los ojos hacia un sol engañoso, incapaz de reconfortarla, y pensó, de poder elegir, dónde desearía encontrarse al abrirlos. Lejos, fue la rotunda respuesta que se dejó oír en algún lugar de su mente.                      
Diez Meses es una historia de superación, la de Alicia. Su vida es un caos, nada parece funcionar en ella: familia, amigos, trabajo. Para saber qué está pasando mira en su interior, porque ahí se encuentran las razones de que su vida, la de cualquiera, no funcione...Vamos por el capítulo 5
5 La última vez que bajó precipitadamente de un autobús, iba de la mano de su madre. Pocas veces conseguían llegar a su destino sin ningún contratiempo. Lo más frecuente era que tuvieran que abandonar cualquier vehículo en cuanto su cara comenzaba a palidecer. Alicia recordaba con toda claridad la ansiedad con la que vivía aquellos episodios y, sin embargo, desearía que lo sucedido hoy fuera un simple mareo como los que sufría siendo niña. Cuando logró controlar la respiración y ubicarse se dio cuenta de que no se encontraba muy lejos de casa. Deseosa de hallar un poco de tranquilidad, abandonó la calle principal con la misma urgencia con la que había abandonado el autobús, adentrándose por una calle lateral más silenciosa  Las aceras se redujeron considerablemente y tuvo que recurrir a la carretera para poder mantener el ritmo de su acelerada marcha. Estaba inquieta. Si se repetían las dificultades con el transporte, desplazarse por la ciudad podía resultar complicado. El modesto escaparate de una librería la impulsó a cruzar la calle. Buscando el efecto relajante que en ella ejercía la biblioteca empujó la pesada puerta de cristal. Detrás de un reducido mostrador había un joven absorto en el ordenador. La campanilla que se agitó al abrir la puerta apenas le hizo desviar la atención de la pantalla. Impresionada con la amplitud del local Alicia bajó los tres escalones que tenía delante. Las paredes de libros se extendían más allá de la galería que rodeaba toda la librería. Una cadena en la escalera que daba acceso a la galería  limitó su curiosidad a la planta baja. En el centro de la habitación, una sólida mesa de madera acogía, en perfecto orden, los libros de reciente aparición, así como los más vendidos. La palabra felicidad, escrita en grandes letras de color rojo, atrajo su atención de inmediato eclipsando al resto de los libros. Se trataba de una guía que pretendía enseñar a ser feliz. El autor garantizaba el éxito con sólo aplicar el sentido común. Tanta sencillez la hizo dudar y volvió a dejarlo en la mesa. Se unió, en la sección de poesía, al único cliente que, además de ella, se encontraba en la librería. Dirigió una rápida mirada a la mujer que estaba a su lado. Una espesa cabellera le ocultaba la cara y sólo pudo ver unas gafas, de gruesa montura, caídas en el límite de la nariz. Sujetaba bajo el brazo varios libros, a la vez que leía la contraportada de otro. Deslizándose por detrás de ella se aproximó a una mesa más humilde que la anterior. La rodeó dos veces antes de seleccionar un libro. – ¿Puedo ayudarla? Alicia supo que había perdido la noción del tiempo cuando vio al joven, que se había mostrado indiferente a su llegada, frente a ella y no encontró ni rastro de la mujer de larga melena. –Sólo miraba. –Cerramos en cinco minutos. –Gracias – dijo Alicia. Con el responsable de su despiste en la mano se encaminó hacia el mostrador rodeando, nuevamente, la mesa donde se encontraban las novedades y los libros con mejor aceptación entre el público. – Es muy joven para necesitar este libro ¿Está segura de querer llevárselo? Con gesto grave, sujetando la guía de la felicidad en alto, un hombre de mediana edad la miraba fijamente desde el otro lado del mostrador. Alicia hizo un breve recorrido por los libros que había leído, recientemente, en su particular búsqueda de una causa que arrojara algo de luz sobre el desasosiego que la invadía. –No creo que me sirva de mucho – dijo al fin. El hombre mantuvo la mirada de Alicia quien, más intrigada que incomoda, puso su mano sobre el libro de poesía. – Me llevo este. – ¿Me permite una sugerencia? Antes de que Alicia pudiera decir nada, el hombre retiró la cadena de la escalera que conducía a la galería. Regresó al cabo de unos minutos con un pequeño libro entre sus manos. – A veces es conveniente dar un rodeo para definir el fin que perseguimos.                    
Y será extraño caminar cogida de otra mano, sonreír a otra sonrisa, besar otros labios. Y será dificil dormir junto a otra piel Y será imposible desnudar el alma otra vez
3 A pocos metros del convento, el edificio de ladrillo rojo fue el gran hallazgo de Alicia cuando trataba de familiarizarse con el entorno más próximo a su recién estrenado domicilio. Reconvertido en centro cultural, el antiguo hospital acogía, además de la biblioteca, una extensa oferta de actividades que congregaban a personas de todas las edades.  Se dirigió al segundo piso, ocupado íntegramente por la biblioteca. A primera hora de la tarde, sólo el bibliotecario y ella parecían tener algo que hacer allí. El silencio era total, también en su mente que le dio una tregua, mientras deambulaba por los pasillos. Todo quedaba aplazado durante el tiempo que pasaba curioseando en los libros. No tenía preferencias por ningún género en particular, un libro la llevaba a otro, descubriendo nuevos caminos que ansiaba explorar, poesía si estaba triste, ficción cuando deseaba evadirse, ensayo si el autor o el tema conseguían interesarla. Tras consultar el directorio, se paró delante de la sección de psicología: estrés, depresión, ansiedad… Cerró los ojos y, recorriendo con el dedo la abrumadora variedad de títulos, cogió uno al azar. Guardó el libro en la mochila justo cuando se abría la puerta. –Creía que ya no venías. –Te hubiera llamado – dijo Alicia siguiendo a Elena hasta la cocina. –Pareces cansada. –Como siempre. Alicia dejó la mochila en el suelo, la chaqueta sobre la mesa y se subió a uno de los incómodos taburetes con los que Elena había sustituido las sillas de madera. – ¿Qué tal en el trabajo? – preguntó Elena colgando la chaqueta de Alicia del pomo de la puerta. Alicia se apresuró a desviar la conversación de su trabajo interesándose por su sobrina. Las preocupaciones de Elena eran tan habituales que la consideró afortunada de poder nombrarlas. Tras una fugaz mirada a la mochila, se preguntó si sería capaz de concretar la angustia que sentía. Elena continuaba hablando al tiempo que extendía crema de chocolate en el pan, abierto en dos mitades. Alicia se esforzó por recuperar el hilo de la conversación, pero hacía tiempo que había dejado de interesarle lo que pudiera suceder en su antiguo barrio. Por suerte, la pasada semana no había proporcionado muchas noticias y el tema se agotó rápidamente. – ¿Te ha llamado Amalia? – preguntó Elena envolviendo el bocadillo en papel de aluminio. Amalia era su tía, pero nunca la habían llamado así. Alicia creía que era porque se había incorporado muy tarde a la familia. Cuando su tío Paco murió, Amalia tomó la determinación de regresar a su pueblo. A partir de aquella decisión, y salvo contadas excepciones, la relación había sido telefónica. –Hace meses que no hablamos. –Me llamó, hará una semana – dijo Elena –. No tenía tu nuevo número de teléfono y se lo di. Me extraña que no te haya llamado. Conociendo a Amalia, Alicia estaba segura de que si habría llamado. Seguiría insistiendo hasta que dejara de responderle una voz desconocida que, sin ninguna explicación adicional, se limitaba a recordar a quien llamaba el número que previamente había marcado. –La llamaré esta noche – dijo Alicia acompañando a Elena a la habitación. Tal y como hacía cuando era más joven, pero sin el deseo de imitarla, Alicia observó cómo se maquillaba su hermana mayor. La cara de Elena se había redondeado con los años y el parecido entre ellas se difuminaba. Persistía en la boca, bien dibujada, en la que Elena aplicaba brillo para conseguir más volumen, y en los ojos, más pequeños en el caso de Elena. – ¿Te quedas a cenar? Alicia se sorprendió deseando estar en su casa, perdiendo el tiempo frente al balcón. Procedentes de la pared, unos ojillos vivaces la vigilaban. A sus seis años Marta era una niña despierta, alegre y decidida, cada día más interesante y prometedora. –Si me quedo – dijo Alicia acercándose a la ventana. La ropa en el tendedero le confirmó lo que Elena ya le había anunciado, el hogar familiar en el que se había ido quedando sola, volvía a estar habitado.  4 Alicia no se molestó en mirar la carta. Pidió un descafeinado, mientras que María se atrevía con una especialidad más exótica. Ocupaban una mesa cerca de donde deberían estar las puertas, suprimidas por alguna razón que Alicia relacionaba con la estética del moderno establecimiento en el que María había insistido en entrar. Nada las separaba de la calle. La gente que caminaba por la acera las miraba como si formaran parte de un escaparate más. La afluencia de público y el ruido exterior dificultaban la conversación y María tuvo que alzar la voz para hacerse oír. –Lo que te pasa es normal en esta época del año. – ¿Tú crees? – dijo Alicia refugiándose de un sol impropio de finales de septiembre. – ¿Has probado a tomar vitaminas? Alicia contuvo un suspiro. Confiaba en poder desahogarse con María, su mejor amiga desde que la proximidad de sus apellidos las emparejara en el colegio. Pero después de aquella reacción, no se atrevió a hablarle de la voz que escuchó en el trabajo y que presentía agazapada esperando a que ella actuara. –Puede que lo haga. –Tienes que animarte. ¿Qué haces el sábado? –Trabajar. –Que pena, te hubiera venido muy bien el aire de la sierra. Alicia miró a María, abstraída en el teléfono. El traje de chaqueta gris le daba una apariencia de excesiva formalidad y tuvo la impresión de que era cuestión de tiempo que comenzara a desplegar sobre la mesa su amplia gama de formularios capaces de solventar cualquier incidente que amenazara con alterar su vida. –En otra ocasión – dijo Alicia sin pesar. La tarde transcurrió previsible. María aprovechó el encuentro para realizar algunas compras y, antes de despedirse, tomaron un segundo café, esta vez en una cafetería. Reclinada sobre la ventanilla del autobús, Alicia observaba el intenso tráfico de la tarde. Conductores impacientes hacían sonar el claxon, en tanto que los peatones se aventuraban a cruzar entre los coches. Había hecho un gran esfuerzo por salir y distraerse en lugar de quedarse en casa analizando todo lo que le pasaba por la cabeza, pero había sido inútil. Lo que parecía imposible no lo era tanto y regresaba a casa más desanimada que cuando salió. “¿Y si las cosas empeoraban?”, se preguntó removiéndose en el asiento. Pegó la cara en el cristal. Seguían atrapados en la misma calle. El ruido debía de ser similar al de hacía unos minutos pero ahora lo percibía atenuado, como si se encontrara muy lejos de allí. Una gota de sudor resbaló por su brazo, pero no era calor lo que sentía, sino frío. Por fin se pusieron en marcha. La mano le resbaló en la barra donde se agarró al ponerse en pie. Un estrecho pasillo, atestado de gente, se interponía entre ella y el aire que necesitaba para respirar. Sin ningún miramiento se fue abriendo paso hasta alcanzar la puerta que, oportunamente, se abrió al situarse delante de ella.                                    
 Diez meses2 Permanecía atenta, esperando que sucediera algo, aunque no sabía muy bien el qué. La normalidad de la última semana no había supuesto ningún alivio, el miedo a nuevas situaciones que la pusieran a prueba lo había impedido. Con la tensión que acumulaba durante los días y la falta de descanso por las noches, Alicia creía inevitable que su cuerpo dijera basta, sólo esperaba que no sucediera mientras se encontraba en el trabajo. Intentó concentrarse en el libro que estaba leyendo. La historia no conseguía captar su interés y acabó dejándolo encima de la mesa. Fue el último regalo que le hizo a su padre. Tampoco a él le gustó. El libro se eternizó en su mesilla de noche. Ningún comentario le acompañó de camino a la estantería. En algún sitio había leído que el duelo por la muerte de un ser querido podía prolongarse por espacio de tres años. Si esto era así, todavía entraba dentro de lo razonable el dolor que sentía al pensar en él. Había olvidado cuánto tiempo necesitó para asumir la muerte de su madre; cuando ella les dejó, toda su atención se centró en el bienestar de su padre, descuidando el suyo. Desde que sólo debía ocuparse de sí misma habían aflorado inquietudes que reclamaban la dedicación negada durante mucho tiempo. Se balanceó suavemente en la mecedora situada frente al balcón. Pasaba horas allí sentada, observando el escaso entretenimiento que ofrecía la calle. La visión quedaba limitada por el muro del convento, recientemente elevado, aislando más si cabía a sus discretas vecinas. Si giraba la cabeza a la derecha veía parte de la plaza que daba nombre al barrio; si lo hacía en sentido contrario, el cruce de calles que se adentraban en el tumulto de la ciudad. Podía permitirse algo mejor, pero aquel lugar se le antojó el más idóneo para ella, tal vez porque era lo que más se alejaba del amplio piso de la periferia donde vivía antes. Su nuevo hogar, pequeño y acogedor, era perfecto para ella sola. Lo había decorado de un modo práctico, pero con esmero. La elección de colores claros en paredes y muebles, junto con los ligeros visillos que cubrían las ventanas, proporcionaban más luz de la que en un principio, y debido a la ubicación de la casa, había previsto. Aún quedaba por definir una de las dos habitaciones. De manera provisional la utilizaba para almacenar las cajas con libros, fotografías y otros recuerdos que no terminaba de desembalar. Todavía confiaba en convencer a su hermana para que se las guardara. Elena estaba molesta con ella. De ahí la excusa de que no tenía suficiente espacio en su casa para las cajas. La decisión de trasladarse a vivir al centro de la ciudad no era de su agrado.”Lejos de la familia y los amigos”, solía decir, negando con la cabeza. Alicia esbozó una media sonrisa. Apenas les separaban treinta minutos en autobús y, sin embargo, resultaba ser una distancia considerable, como había tenido oportunidad de comprobar. Ya no podía cruzar la calle y presentarse en casa de Elena cuando, sin motivo aparente, el corazón comenzaba a latirle en un lugar equivocado, más cerca de la garganta que del pecho; ni llamar a su puerta cuando el sonido de la televisión era incapaz de enmascarar la soledad y el silencio. Alejada de cualquier tutela, un poco de intimidad había bastado para desencadenar una confusión que aguardaba latente la ocasión oportuna de dejarse ver. Y puesto que se había manifestado y que tenía que convivir con ella, le pareció que lo más sensato era tratar de comprenderla.    
Diez meses1Cuando Alicia entró en la habitación, el olor, mezcla de orina y sudor, era muy fuerte. Había dejado a Rosario para el final; la anciana, que no podía quejarse, seguía todos sus movimientos desde la cama. Alicia se aproximó a ella sin permitirse ningún gesto de incomodidad. Retiró el camisón húmedo y los pañales. Introdujo una punta de la toalla en el agua templada y lavó la cara, toda ojos. Enjabonó, aclaró y secó el cuerpo inerte de la anciana. Dio un breve masaje en la espalda, y protegió con crema la piel allí donde parecía incapaz de resistir por más tiempo sin romperse. Colgada del armario encontró la bata preferida de Rosario y la vistió con ella. Se mojó las manos en colonia y las pasó por el pelo gris antes de peinarlo. Resguardando la bata con una toalla, procedió a limpiar la boca y a hidratar los labios. Cambió todas las sabanas, pese a la advertencia de no enviar demasiada ropa a la lavandería, y abrió la ventana por la parte más alejada de la cama. Echó un vistazo al reloj y comenzó a recoger la habitación. Después de comprobar que todo estaba en orden, salió al pasillo. Al igual que ella, Susana arrastraba una bolsa en cada mano. La de color negro repleta de pañales y la verde, de ropa sucia. Esperaron en silencio el ascensor. Alicia miró a su compañera, que mantenía la vista fija en el suelo. Llevaba el pelo recogido en la nuca, de cualquier manera. En su rostro afilado, la única señal de color era el azul oscuro de las profundas ojeras que se habían formado bajo sus ojos. Y entonces, sucedió de nuevo. Más potente que nunca, la misma voz que dos años antes, camino del hospital, le pidió que dejara partir a su padre, afirmaba ahora que no quería terminar así, con la mirada vacía, vencida. –Prepara el comedor, yo me encargó de las bolsas – dijo Alicia sin mirar a Susana por miedo a que pudiera adivinar sus pensamientos. – ¿Estás segura? Pesan mucho. Alicia asintió agrupando las cuatro bolsas a sus pies. Liberada de las bolsas, regresó a la segunda planta por la escalera de servicio. A mitad del primer tramo se sentó en uno de los escalones. Contaba con cinco minutos antes de que notaran su ausencia. Cerró los ojos y respiró hondo. Al abrirlos, una multitud de puntos luminosos flotaban ante ella. Estaba asustada. Algo se revelaba en su interior con la suficiente fuerza como para saber que no podría ignorarlo. De nada había servido repetirse que el cansancio era el responsable de la desgana con la que afrontaba cada día. Tendría que hallar una explicación mejor si pretendía acallar esa voz tan desconcertante. No iba a ser fácil. No tenía ningún problema que pudiera justificar la ausencia de ilusión en su vida. ¿A qué se debía tanta insatisfacción? El traqueteo producido por el carro de la comida a lo largo del pasillo dejó la pregunta en el aire. Y por más que se interrogó, la pregunta seguía sin respuesta cuando llegó a casa. Sin pretenderlo, se detuvo en la entrada. No pudo pasar por delante del espejo con la indiferencia de otras veces. Se quedó de pie frente a él examinando la imagen que le devolvía. Había perdido peso, no de manera alarmante, pero si lo bastante como para que se reflejara en su cara, aún más fina, todavía con algo de color. Los ojos marrones, de un tono más oscuro que el pelo, aparecían fatigados, con ese punto de tristeza del que no conseguían librarse. ¿Similares a los de Susana? El temor a obtener una respuesta la hizo apartarse bruscamente del espejo. No quería recordar los inquietantes sucesos que había vívido en el trabajo. Todo lo que deseaba era dormir y dar por finalizado el día. Casi lo logró. Despertó, en la semioscuridad del salón, dos horas más tarde. Se incorporó con cuidado en el sofá por temor a reavivar el dolor de cabeza, reducido a un débil latido en la sien derecha. En cuestión de segundos, y sin poder evitarlo, se encontró esperando el ascensor con Susana. También las lágrimas se presentaron sin avisar. Sólo al rozar sus labios fue consciente de ellas. Y esa constancia aumentó su frecuencia e intensidad hasta transformarse en un llanto incontrolado. No se movió en lo que quedaba de tarde. Ni siquiera cuando sonó el teléfono, cinco veces, antes de que el contestador automático hiciera el trabajo que ella eludía cada vez más a menudo, reaccionó. La oscuridad la envolvía por completo cuando salió al balcón. Si se situaba en uno de sus extremos podía ver dos diminutas estrellas; siempre estaban ahí, pero esa noche un cielo cubierto de nubes las ocultaba.              
Diez meses
Autor: carmen garcia tirado  597 Lecturas
Clara se apartó unos pasos de la pared y contempló el letrero que se disponía  a descolgar; SOLO LIBROS, leyó. Lo había colgado ella misma un año antes. Más que un nombre, era una declaración de intenciones. Amaba los libros. Tenía la insólita convicción de que a través de la literatura se podían aliviar las enfermedades e inquietudes del alma.  Estaba convencida de que siempre había un autor, una historia adecuada para cada mal, para cada persona, pero, podían pasar años hasta dar con el libro que se necesitaba.  Colocó la escalera con cuidado, el empedrado de la calle la hacía tambalearse en cada peldaño que subía. Mayor dificultad encontró al descender con una mano ocupada. Respiró aliviada al sentir el suelo bajo sus pies. El sol despuntaba por la montaña, amanecía y no tardaría en llegar el primer cliente del día. Francisco era pastor y pasaba por delante de la tienda a las siete de la mañana. Clara coincidió con él, en los primeros días cuando preparaba la apertura de la librería y todas las horas eran pocas para acondicionar la planta baja de la casa familiar, abandonada desde hacía décadas, a donde había decidido regresar para instalarse con sus libros. La juventud de Francisco despertó esperanzas en Clara. Descartó la novela y le ofreció poesía. No creía que alguien que pasaba el día en plena naturaleza necesitara evadirse de nada; su intuición no se equivocaba.  María, la madre de Francisco fue a visitar a Clara, quería conocer a la mujer que había conseguido que su hijo cogiera un libro de manera voluntaria. Hablaron, Clara le ofreció café;  y ahí comenzó todo. Como los clientes eran escasos y las conversaciones se alargaban, Clara puso dos sillas junto a la ventana. La gente que pasaba se las quedaba mirando. ¿Qué hacían tomando café? ¿Acaso no era una librería? Clara no era ajena a esta curiosidad y decidió dejar de manera permanente las sillas, en lugar de dos, cuatro, a las que añadió dos mesas, y en torno a ese rincón ordenó los libros de ficción. El tercer cliente más o menos estable que consiguió Clara fue Fermín, el cartero. Siempre comenzaba el reparto por la librería, sabía que allí le esperaba un café recién hecho. A Fermín le gustaban las historias de misterio y Clara se puso al día en este género. En el pueblo había niños, pero no biblioteca. Decidió que los niños no tendrían que pagar por leer y creo una sección infantil de préstamo. En el fondo de la librería extendió una alfombra, la cubrió de cojines y eligió los viernes para contar cuentos. Una delas madres le agradeció el gesto con un jersey de punto echo a mano por ella misma. Clara encargó varios libros de labores con gran éxito. Los cencerros de las cabras sonaron a lo lejos, Clara se asomó a la puerta. El rebaño, cada vez más disciplinado, avanzaba compacto por la cuesta. Francisco la saludó sonriente hasta que vio apoyada en la fachada la escalera. –Te dije que yo descolgaría el letrero, podías haberte caído. –Por eso no he puesto el nuevo. Francisco colocó con cuidado el letrero, lo movió varias veces de uno y otro lado hasta asegurarse de que quedaba derecho. Clara le dio las gracias y le despidió agitando la mano hasta que no alcanzó a verlo. Se apartó unos pasos de la fachada. El nuevo nombre reflejaba mejor la realidad de lo que allí estaba sucediendo. MUCHO MAS QUE LIBROS
Yo no quiero un amor complaciente. Yo no quiero un amor a ras del suelo. Yo no quiero un amor que me diga que soy maravillosa, cuando sé que no es cierto. Lo que yo quiero es: Un amor loco que crea en mis sueños. Un amor que me haga ver, lo que de mí no funciona, y yo no veo. Un amor que me motive e impulse a alzar el vuelo Si, quiero un amor incomodo, pero verdadero.
Yo no quiero
Autor: carmen garcia tirado  557 Lecturas
OLVIDO cuando las horas se arrastran, cuando no encuentro la postura adecuada en el sofá, cuando me siento a escribir y el papel sigue en blanco, cuando los libros no me salvan, cuando no busco la luna, cuando el sueño llega torpe y atropellado, cuando conduzco y no canto, cuando no me aguanto, es cuando pienso ¿Me habrá olvidado?
OLVIDO
Autor: carmen garcia tirado  561 Lecturas
Primero fue la soledad, el miedo, el silencio Interminables caminatas Aislamiento Apareció la escritura, como un soplo de aire fresco Más aislamiento Nuevas lecturas  Forzar la mente  Y más consciente Descubrir Mi  verdadera identidad Mi yo auténtico La importancia de tener un sueño Crear y compartir mi universo Fin del aislamiento Amigos afines Amigos sin más Aprendo a vivir La oscuridad quedó atrás Fue necesaria…ahora lo comprendo.
Oscuridad
Autor: carmen garcia tirado  478 Lecturas
Si tus ojos brillan cuando yo los miro  Si mis labios buscan lugares prohibidos  Si unimos las manos ajenos al ruido  En tu plenitud descanso, en mi juventud confío  
  Te desvaneces. Cierro los ojos e intento reconstruirte. Me esfuerzo, me empeño, mis ojos se abren… te doy por perdido. Escribo, escribo lo que no debo, escribo de ti. Cierro los ojos. Estás ahí, sonriendo, esperando. ¿Es verdad, estás esperando?  
Mi cara entre tus manos besos en mis lágrimas mimos, caricias, sabias palabras dulces reproches, para pequeños dramas.  
 ¿Por qué duele tanto?Y el corazón no se entera que la razón tomó el mandoYa no sueño despierta ni sonrío al pensarloYa no lloro de noche ni camino a su lado¿Por qué duele tanto?Y el corazón no se entera que debe olvidarloY sigue esperando que se rompa el silencioPues ignora que la razón tomó el mando
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